Cuentos de mi tiempo by Jacinto Octavia Picon

Cuentos de mi tiempo by Jacinto Octavia Picon

autor:Jacinto Octavia Picon [Picon, Jacinto Octavia]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Classic Literature
publicado: 2017-03-15T00:00:00+00:00


LAS PLEGARIAS

I

Al dar la una y media comenzaron a despedirse los contertulios: a las dos sólo quedaban en el magnífico salón los dueños de la casa, marido y mujer, ambos jóvenes, hermosos y al parecer felices: él se puso a leer un periódico de la noche y ella se entretuvo escribiendo con un lápiz de oro al dorso de una tarjeta las visitas y compras que pensaba hacer al día siguiente.

Después hablaron un rato de cosas de poca monta, y, por fin, ella, levantándose de pronto, le dijo mirándole amorosamente:

— Me voy a recoger el pelo. ¿Tardarás?

— Acuéstate. Enseguida voy.

Luego de retirarse la dama, el hombre pasó del salón a su despacho, que era la habitación contigua, y oprimiendo un resorte oculto entre los cortinajes, dio luz a las lámparas eléctricas.

Los muros estaban cubiertos de verdaderos tapices góticos, los estantes llenos de buenos libros, en un testero había un magnífico retrato de familia a cuyos lados brillaban dos panoplias de armas antiguas, y en otro lienzo de pared destacaba sobre el fondo multicolor y borroso del tapiz un santo pintado por Zurbarán. Cuanto allí había era prueba de exquisito gusto, cultura y riqueza bien empleada. Indudablemente el lujo de relumbrón, las antiguallas falsificadas y los caprichos absurdos impuestos por la moda, no tenían entrada en aquella casa.

Sentose el caballero ante la mesa, sacó de un cajón una cartera, y tras consultar rápidamente varios papeles, apuntó, poco más o menos de este modo, lo que se proponía hacer al otro día:

«Carta al administrador de Terrones para que perdone la mensualidad a los colonos perjudicados por la nube del mes pasado, y les dé lo necesario para la siembra. — Al mayordomo de Valhondo que libre de quintas al hijo del guarda. — Decir al ministro que no voto a favor de la desviación del canal, porque no conviene a los intereses de aquellos pueblos. — Mandar, según costumbre, lo que haga falta en el Monte para desempeñar las herramientas de trabajo y máquinas de coser cuyas papeletas venzan este mes.»

Todo lo cual indicaba que aquel rico merecía serlo.

Después guardó la cartera, cerró el cajón, y recostándose en el sillón, permaneció largo rato ensimismado y como abstraído por sus pensamientos.

Poco a poco fue dibujándose en su rostro un gesto de inexpresable amargura, luego dobló la cabeza sobre el pecho, y enseguida, enderezando a Dios el pensamiento, dijo mentalmente de este modo, no con palabras aprendidas de memoria, sino con aquellas espontáneas y sinceras razones que, inspiradas en verdadera piedad, no pueden menos de llegar a dónde van dirigidas:

«¡Un día más... y un día menos! No he hecho mal a nadie, y he procurado algún bien. Permíteme, Señor, que pueda decir lo mismo mañana. No faltándome tu favor, estoy seguro de mi voluntad... Me has hecho rico, es decir, depositario de lo que destinas a los pobres, y al remediar los males del prójimo imagino cumplir tus mandatos. No me desprendo de nada mío, sino que doy a cada cual lo que quieres



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