Cuentos de las mil y una mañanas by Colette

Cuentos de las mil y una mañanas by Colette

autor:Colette [Colette]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1914-01-01T00:00:00+00:00


ESPECTÁCULO MUNDANO

Le Matin, 18 de junio de 1914

Aparecer en un escenario… Se dice que no hace falta más para emborrachar a numerosas personas honradas, que piensan bien y no viven mal, y se ocupan, el resto del tiempo, de sus relaciones, de la buena fama de su prójimo, de sus alianzas, en fin, de asuntos puramente mundanos. Se asegura que la manía teatral se contrae muy de prisa y crea este tipo, ese monomaniaco especial llamado aficionado, de quien dice el actor profesional, encogiéndose de hombros: «¡Es capaz de representar cabeza abajo!».

Contemplando las ordenadas evoluciones de una «compañía» improvisada y muy aristocrática, escuchando a mi alrededor la detallada valoración que se hace de sus méritos, creo descubrir —más allá de la explicable satisfacción de lucir, de disfrazarse, de embellecerse— lo que lleva, vuelve a llevar y, después, retiene fuertemente a un artista mundano sobre las tablas de un teatro: es el afán, la necesidad de ser juzgado por sus semejantes.

—¡Ah! —os dirán, al término de una representación, el febril galán, la desenvuelta ingenua felina—, ¡ah!, actuar en un teatro de verdad, ¡ah!, el gran público…

No me atrevería a jurarlo, pero me inclino a pensar que su sobreexcitación pasajera los engaña. Para ellos, el verdadero, el gran público, es la «gente». Es el cenáculo, hoy severo, mañana indulgente, más testarudo que austero y más caprichoso que clarividente, de sus iguales, de sus semejantes. Son sus amigos, sus padres, el tío en cuya tinca estuvieron de caza, el vecino de su casa de campo, el primo lejano, la linda cufiada, el compañero de casino, el anfitrión espléndido, el abonado del «Français», la alteza y el pretendiente.

Si he de creer a mis oídos, vale efectivamente la pena ocuparse de ese «gran» público, que me parece mucho más difícil de seducir que el otro. ¡Y qué terrible sinceridad la suya! Ninguno de mis vecinos se preocupa de halagar a los intérpretes, confundidos, en este momento, en un ballet antiguo. Voces rotundas desafían la música, e incluso la amistad, en provecho de la verdad pura:

—¿Es Madame X… la que baila sola en el centro? ¡Oh, no debería hacerlo! Se ha vuelto demasiado pesada para esa clase de ejercicio.

—¡Y ese pobre Z…, con su lanza! ¡Si al menos pareciera que se divierte…! ¡Qué deliciosos esos pequeños ademanes natatorios de las jovencitas…! ¡Mira eso! Y dime, querido amigo: ¿por qué diablos se habrá hecho depilar las axilas Mademoiselle de B.?

—Es la moda de verano, amigo mío. Inclinate un poco para que pueda decir una impertinencia a tu mujer…, sí, a usted, querida señora, a usted, que me aseguró que el joven V… era un guapo chico…

—¿Qué quiere que le diga? Yo no podía saber que tenía rodillas de jamelgo de coche de punto… Pero, al menos, ¿le gusta la pequeña de X…, con su túnica que se acaba justo encima de…, no, justo debajo de…, en fin, su corta túnica? ¡Es una niña tan buena…!

(Breve pausa; después, el interlocutor dice, erre que erre:)

—Sí, no está mal, no está mal.



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