Cuba. La noche de la jinetera by Jordi Sierra i Fabra

Cuba. La noche de la jinetera by Jordi Sierra i Fabra

autor:Jordi Sierra i Fabra
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
publicado: 2017-08-23T05:00:00+00:00


21

Me quité un peso de encima, aunque sólo fuera parcialmente.

—¿La conoce?

—Estaba con Estanis el último día. Es una jinetera.

—¿Sólo el último día?

—Sí, me dijo que la había conocido la noche anterior, y que no había podido resistirse.

Podía entenderlo. Vaya si podía. Y más después de lo de Anyelín.

—¿Cuantos días le hizo de taxista a Estanis?

—Algunos, no recuerdo —evadió la respuesta.

—¿Sabe dónde vive Maura?

—No, nunca la había visto.

—¿Les llevó a alguna parte?

Pasábamos por debajo del túnel de la Ensenada de La Chorrera, a mitad de trayecto del Malecón. Volvía a conducir más despacio que de costumbre.

—No —dijo—. ¿Por qué le interesa tanto esa mujer?

—Estuvo con él la noche de su muerte, y si le mataron...

—¿Pudo ver algo?

—¿Me lo dice o me lo cuenta? —me estaba hartando de tanto misterio—. ¡Sabe perfectamente que si a Estanis le mataron ella pudo ver o saber algo! ¡Mierda!, ¿quién es usted?

—Un cubano como tantos. Trato de sacarme unos dólares con el coche, nada más.

—¿Y entonces a qué ha venido eso de pedirme el pasaporte y ver hasta el billete de avión?

—Precaución.

—¿Precaución? —volvió a cabrearme—. ¡Maldita sea! ¿Qué está pasando aquí?

—¿Puedo hacerle unas preguntas más?

—¡No!

Se calló, y con su silencio me di cuenta de que el más perjudicado era yo. Así que me resigné a mi suerte.

—De acuerdo —le invité—. Pregunte —y le advertí—: pero luego me tocará a mi.

—Es justo —asintió con la cabeza—. ¿Cómo se llama la esposa de Estanis?

—Elisa, ¿por qué?

—¿Y sus hijas?

—No tienen hijos.

—¿Algún pariente?

—Un sobrino, Rodrigo.

—Muy querido por él.

—Le aborrecía, pero por su mujer...

—¿Qué tipo de música y que autor era el favorito de Estanis?

—Estaba loco con Stravinsky —me estaba cansando ya de esas tonterías—. Armando...

—Está bien, está bien, ya he terminado —suspiró—. Sólo quería estar seguro. Él me contó esas cosas, ¿sabe? Lo de la mujer aún es fácil, pero lo de que no soportaba a su sobrino y lo de Stravinsky...

—¿Quién creía que podía ser yo?

—Nunca se sabe —se encogió de hombros.

—Le mataron, ¿verdad? —le solté a bocajarro.

Tardó tres segundos en responder.

—Creo que sí —suspiró por segunda vez, y había pesar en su voz.

—¿Quién?

—No lo sé, pero no pudo ser casual, y si lo fue...

—¿Maura?

—No era más que lo que le he dicho: una jinetera.

—¿Entonces?

—No lo sé, Daniel. De verdad.

—¿Creía que yo era de la policía o algo así?

—Ya le he dicho que tal vez.

—Pero...

—Por favor. No haga preguntas ahora. Estamos llegando y no hay tiempo. Tampoco es el momento.

El momento era tan bueno como otro, pero lo del tiempo era exacto. Durante la mayor parte del trayecto las calles habían estado asombrosamente desiertas. Ahora, a medida que nos acercábamos a la parte del Malecón más próxima a La Habana Vieja, se empezaba a ver gente, pero no como la había visto desde mi llegada, siempre sin prisas aparentes, hombres apoyados en cualquier parte y mujeres con rulos sentadas en las puertas de sus casas, o niños jugando al béisbol con pasión infantil. Ahora se movían, corrían, hablaban, hacían aspavientos. Incluso empujaban bidones vacíos, maderas y grandes pedazos de tela en dirección al Malecón.



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