Con un as en la manga by Burt Wining

Con un as en la manga by Burt Wining

autor:Burt Wining
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Aventuras
publicado: 2018-11-08T23:00:00+00:00


* * *

De los cuatro hombres sólo uno permanecía en pie, medio escondido tras el tronco de un árbol, escudriñando el horizonte. Era alto y muy huesudo, tanto que parecía esquelético. Pero empuñaba un Winchester y del cinturón canana pendía la funda con un «Colt» del 45, que le daban un aire francamente amenazador.

—¿Qué, Bush? ¿Aún no se le ve? —preguntó el jefe del grupo, que estaba sentado sobre un peñasco.

—No, Patrick.

—¿No dijiste que le habías visto hace poco?

—Sí.

—¿Entonces…?

—Debo haberme equivocado —replicó el esquelético Bush encogiéndose de hombros.

Uno de los pistoleros que estaban tumbados, achaparrado y algo cabezón, se incorporó ligeramente para terciar en la conversación, y gruñó:

—Quizá el tipo que viste no fuese el que esperamos y habrá tomado por otro camino.

Bush apretó la diestra contra el fusil, haciendo que sus huesudos dedos crujieran ominosamente.

—Este es el mejor camino para ir a Nashville y, además, hubiese jurado que era él.

—¿Lo hubieses jurado, Bush? —inquirió Patrick.

—Sí y no creo haberme equivocado. El tipo que vi se parecía como un huevo a otro a aquel que nos describió el patrón.

—¡Bah! —escupió despectivo el pistolero achaparrado y cabezón—. No creo que la descripción que nos hizo el jefe valga demasiado. Y si he de ser sincero creo que no vale nada.

—¿Por qué dices eso, Artie? —inquirió Patrick Rodereick frunciendo el entrecejo.

—Porque me huelo que el honorable Aarón C. Nadertford —y pronunció con mucho retintín la palabra honorable—, no debe haberse acercado ni a cincuenta pasos de ese fulano que le birló a la mujer delante de dos docenas de personas y que luego se la benefició tranquilamente.

El cuarto pistolero, que hasta entonces no había dicho esta boca es mía, se encaró con el esquelético Bush y le dijo con sorna:

—Lo que a ti te pasa es que tienes tantas ganas de cobrar que los dedos se te hacen huéspedes.

—Es que doscientos cincuenta machacantes no son moco de pavo —indicó el achaparrado Artie.

—Pues claro que no —convino Bush—. Y creo que eso es lo que nos ha traído aquí a los cuatro.

—Desde luego —rió Artie— porque lo que es a nosotros nos importa un carajo que el tipo ese se tirase a la mujer del patrón y le pusiera a éste más cuernos que los de un ciervo adulto.

—Eso no es lo que me ha hecho venir —rezongó entonces el jefe del grupo—. Yo tengo otra razón más importante que los doscientos cincuenta pavos.

Los otros intercambiaron entre ellos varias miradas, pero ninguno dijo nada.

Las razones de Patrick Rodereick para cazar al jugador y liquidarlo eran conocidas por ellos: su hermano Hugh había caído acribillado a balazos cuando él y otros dos pistoleros fueron en busca del jugador y de Valerie Nadertford.

Sin fijarse en las caras de sus compinches, Patrick continuó hablando, como si lo hiciera consigo mismo.

—A mi hermano lo liquidó en el hotel ese hijo de puta y para quedar en paz tengo que llevármelo por delante.

Un silencio de lo más elocuente siguió a aquellas palabras. Un silencio roto tan sólo por el rumor de las hojas de los alerces al ser agitadas por el viento.



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