Columnas de humo by Álvaro Pandiani

Columnas de humo by Álvaro Pandiani

autor:Álvaro Pandiani
La lengua: eng
Format: epub
Tags: ebook, book
editor: Grupo Nelson
publicado: 0101-01-01T00:00:00+00:00


— SEIS—

Fantasmas escondidos

—En ese entonces yo tenía veintidós años, ¿saben? —susurró el viejo mientras cebaba un mate, que alcanzó a un hijo suyo, taciturno y de rostro triste, sentado a su lado—. Era un mocito. Cuando los ingleses desembar-caron en el Buceo, yo estaba en Montevideo. Trabajaba en la fábrica de velas de sebo de Maciel. Desde la ciudad se oyó el intercambio de disparos, que fue cortito. Todavía me acuerdo del cura Pérez Castellano. Tronaba ese hombre en la Matriz. Decía que no había que rendirse, que había que luchar hasta el final, pues así tendríamos el respeto del enemigo. Pero el veinte de enero, cuando la tropa salió a verse la cara con los ingleses, el cura decía que así no, que estaban mal organizados; mal dirigidos.Y resultó que el hombre tenía razón.Yo me quedé subido a la muralla, cerca del por-tón de San Pedro; mi padre no me dejó ir a pelear. En esos tiempos uno tenía que hacerle caso a su padre, aunque ya fuera mayorcito.

»¿Saben una cosa?, ya hizo cincuenta años que llegaron los ingleses a Montevideo; se cumplieron el mes pasado. Pero uno siempre tenía que hacerles caso a los padres. Mi señor padre no quiso que fuera con la tropa ese día, porque tenía en mucha estima al padre Pérez Castellano y dijo que si el padre no estaba de acuerdo con la acción que yo no iba a tomar parte. Le tenía más confianza al cura que a los oficiales de la milicia.Y, al final, los oficiales se equivocaron y nos costó seiscientos y pico de hombres.

»Se encontraron en el Cardal. Desde la Plaza se oían los disparos y los estampidos de la artillería inglesa. Yo me salía de la vaina por ir a pelear; tenía un fusil a pedernal y un sable. Creía que con eso ya alcanzaba para hacerles frente a los ingleses; pero un sargento de la guarnición, un andaluz canoso ya entrado en años, me decía: “Tranquilo, mozalbete, tranquilo. Ya los tendrás aquí, bajo las murallas; ahí verás sus caras de diablos”. No hacía media hora de detenida la pelea, todavía se escuchaban algunas descargas hacia el norte, cuando vimos volver a los nuestros. ¡Ay, padrecitos, qué cuadro! Todos esos hombres, que habían salido formados en filas, con las armas, las lanzas, los fusiles, los trabucos, los sables, muchos de ellos de uni-forme, los dragones, la caballería, los cuerpos de infantería —nueva pausa del viejo, para sorber el mate y rememorar— volvían desparramados por los pastos de la cuchilla. Corrían, algunos gritando de furia o de horror; otros sin hablar, mudos, con la mirada perdida. Traían los uniformes hechos jirones, ensangrentados la mayoría, pues quien no estaba herido traía sobre su cuerpo la sangre de algún inglés al que había despachado. Cuando abrieron los portones se nos vinieron. La mayoría se arrojó al suelo a llorar; algunos oficiales entraron como pasmados, repitiendo: “no pudimos, no pudimos”, y no decían más nada. Los jefes, los pocos que lograron volver, se fueron de inmediato a buscar al gobernador.



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