Calle 10 by Manuel Zapata Olivella

Calle 10 by Manuel Zapata Olivella

autor:Manuel Zapata Olivella [Zapata Olivella, Manuel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1960-01-01T00:00:00+00:00


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VI

—¡Abajo el mal gobierno!

El grito se abrió en cientos de bocas:

—¡Muera el mal gobierno!

La ira removía los más sepultados resentimientos. Como si de improviso la rígida ley de la sociedad que mantenía oprimidos los nervios, hambrientos los estómagos, paralizados los músculos, sucios los ojos, dejara por un instante de oprimir y sueltas las furias, tomaran rumbos imprevistos.

—¡Viva la libertad!

La “Capitana” sacó un viejo pendón rojo de entre sus cajones y lo soltó al viento.

—¡Viva la libertad, carajo!

No la escuchaban, cada hombre era un mundo en revolución y las revoluciones se entrechocaban y repelían.

—¡En la ferretería hay machetes!

En aquel trance de indecisiones, Epaminondas se perfiló con la visión clara del cabecilla y su grito, más práctico que el de la “Capitana”, fue seguido por una poderosa reacción de asentimiento. Los puños y los hombros hicieron saltar las cortinas de hierro con increíble violencia.

—¡Aquí están los machetes!

El descubrimiento del carretero atrajo los brazos y por encima de las cabezas se blandieron las rulas, gimiendo con voz metálica como si los puños le contagiaran su fiebre. Sobraban manos y los desarmados se maldecían a sí mismos, crispando los dedos. Nuevamente Epaminondas encauzó la ansiedad:

—¡Ármense con picos y azadones! ¡Qué nadie salga sin armas en sus manos!

Se esgrimieron palas, martillos, cinceles y punzones. El temple del acero endurecía los nervios. Pisoteado por los que corrían, olfateando aquí y allá, temiendo que la subversión del orden terminara en sangrienta represión, el “Artista” practicaba su habitual buhonería, acumulando en sus bolsillos lo que más brillaba a sus ojos.

—¡Viva el pueblo! —clamó Rengifo.

Apenas si comprendía que aquel grito era la identificación de su pensamiento con la ira popular. La voz de su propia conciencia que no había podido venderse por un sueldo. “Yo soy de acá”. Luchaba contra el mudo reclamo que le hacía su uniforme. Reventó los botones para deshacerse de la guerrera y en mangas de camisa, con el fusil empuñado, siguió a los descamisados en plan de guerra.

En la gran plaza donde desembocaba la calle 10, la muchedumbre se revolvía indecisa. Flotaba la idea vaga de que se debía derruir la opresión, demoler la iniquidad, y no obstante, se arremolinaban irresolutos. Entonces aparecieron los cuerpos grises de la calle 10. La ola humana, erizada de machetes, se sumó a los amotinados de toda la ciudad. Un puñado insignificante al lado de la gran multitud, pero esa resaca de semihombres de vidas muertas, de cadáveres vivientes, se ofrecía generosa al sacrificio.

—¡Muera el Gobernador! ¡Abajo la opresión!

Epaminondas, relampagueante la rula, sobreponíase a sus harapos y a su cuerpo rechoncho. Bastó que la punta de su machete mostrara la callejuela que conducía al Palacio del Gobernador, para que la espesa marea de cabezas congestionadas le obedecieran.

Desde lo alto de una estatua, el poeta Tamayo, pegado al bronce, pretendía aconsejar:

—¡No sean suicidas, hermanos míos! ¡Detengan su ímpetu! ¡Ahorren la sangre! ¡Tracemos el plan de asalto!

Lo que nunca realizó en la paz de los días quería lograrlo en la hora del heroísmo.

—¡Ya vienen los tanques de la revolución!

Del extremo opuesto brotó la noticia sacudiendo la muchedumbre.



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