Cómo llegar a ser japonés by Ramón Illán Bacca Linares

Cómo llegar a ser japonés by Ramón Illán Bacca Linares

autor:Ramón Illán Bacca Linares [Bacca Linares, Ramón Illán]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros, Humor
editor: ePubLibre
publicado: 2010-01-01T00:00:00+00:00


NADIE DIGA SER MÁS QUE GARCÍA

“Estoy petrificada”, me dijo la vecina de asiento en el momento en que el avión dio una vuelta cerrada para aterrizar. Compartía su susto, pero también tenía otros. ¿Cómo era esa universidad a la que había llegado con una beca dada por el propio arzobispo? ¿Cómo sería la estadía en el Palacio Amador con mi acudiente, monseñor García? ¿Pasaría el examen de admisión, en el que la respuesta correcta a cuáles eran las influencias ideológicas de la Independencia debía ser no que lo fuera la Revolución francesa sino la “Summa Teológica” de Santo Tomas? “Cuidado te equivocas”, me advirtió uno de mis coterráneos, que ya lo había pasado y sabía de esa trampa. ¿Me amañaría en esta ciudad industrial y recatada?, según la opinión de mis tías, quienes se desvelaban porque mi edificio espiritual permaneciera intacto. Única cosa en la que podían ayudar, porque dinero no había. Por lo pronto se había descartado la fría, gris y corrupta capital, en la que no importaba tanto los estudiantes muertos en las calles por la dictadura militar sino esas “chicas night” (esa fue la expresión empleada por mis tías y que califico como un éxito del eufemismo) que abordaban a los universitarios cuando salían de “estudiar” de los cafés de la Séptima.

Así fue como después de haberme comprado dos vestidos enteros en un almacén de ropa usada y de haber marcado con mis iniciales todos los pañuelos, me llenaron un baúl —que tenía las calcomanías que indicaban los hoteles por donde había pasado— con muchas cosas innecesarias: calzadores, zapatos cubanos de dos tonos, guayaberas, betún blanco, lo cual demostraba que ni la geografía ni las costumbres del interior del país eran los fuertes de las señoritas Bastidas. Mi padrino, monseñor Servando, y su hermano, el arzobispo, guiarían en forma inmejorable mis pasos por el camino del bien.

En un instante me encontré bajando por la escalerilla del avión, al lado de la señora todavía temblorosa, y que para mi sorpresa llevaba bajo el brazo una revista “Playboy”. Mientras salía de mi perplejidad, descubrí un viejo cura alto, que parecía salido de una litografía española del siglo pasado, con sotana, esclavina, zapato con hebilla, sombrero eclesiástico y banda morada, distintiva de su alta jerarquía. Era mi padrino, quien me saludó con un abrazo y me reveló que el manto protector buscado por mis tías era bastante maloliente. Olor que no se disipó dentro del Cadillac modelo 48, en el que nos dirigimos al palacio arzobispal. Me aliviaba el hecho de estar absolutamente fascinado por las virtudes del vehículo. Un vidrio se había levantado entre el asiento trasero y el del chófer, y por medio de un micrófono interno mi padrino le indicaba la ruta que debía seguir.

Cuando llegamos quedé deslumbrado por esa mansión, construida por uno de los hombres más rico del país en el siglo pasado, don Robustiano Amador, quien la había legado a la Iglesia con la carga de que se debía, por todo el tiempo que existiera, decir misas por su salvación.



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