Cómo amar a una hija by Hila Blum

Cómo amar a una hija by Hila Blum

autor:Hila Blum [Blum, Hila]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Psicológico
editor: ePubLibre
publicado: 2021-01-01T00:00:00+00:00


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Leah y yo fuimos de vacaciones solas cuatro veces. Estocolmo, Copenhague, Roma y Ámsterdam. Leah tenía seis, ocho, nueve y once años respectivamente. En aquella época Meir o bien daba clases todo el verano, o bien estaba ocupado con sus libros y artículos y prefería quedarse en Israel, a lo que yo no me oponía porque en el fondo me alegraba. Los tres juntos éramos una cosa y cuando estábamos nada más Leah y yo éramos otra. Yo era otra.

Dormíamos en pequeños hoteles que reservábamos por internet. El viaje empezaba ya ahí, con los preparativos. Esa parte nos volvía locas. Las inmaculadas sábanas que nos esperaban en camas lejanas, las toallas perfumadas con nuevos y exóticos aromas, los monísimos frascos de cremas y gel del cuarto de baño, los programas de televisión en otras lenguas; todo eran detalles de vital importancia. Las ciudades extranjeras se empezaban a descubrir en las habitaciones de hotel; en los gélidos recovecos del minibar, en los armarios ante los que uno se detenía un instante para comprobar su limpieza o en los pasillos enmoquetados que llevaban a las habitaciones. No tenía sentido tratar de explicarle eso a Meir, mientras que Leah lo entendía por sí sola. «El café del desayuno es infecto, pero uno puede pedirse una tortilla y el cocinero más majo del mundo se la prepara como si fuera la misión de su vida», le escribí a Meir en un SMS desde Roma. «El mar huele tan bien…», le escribió Leah en otro SMS desde Copenhague. «El chorro de agua de la ducha es de ensueño, y las toallas, maravillosas; si estuvieras aquí te estarías duchando y secando todo el día», le escribí a Meir desde Ámsterdam. «La gente por la calle es superamable. Todos nos ayudan a llegar a los sitios», le escribió Leah.

Lo pasamos fenomenal. El agua blanda de las duchas europeas nos dejaba el pelo brillante, como recién cortado. Las sábanas planchadas nos regulaban el sueño: dormíamos profundamente toda la noche y por la mañana nos despertábamos poco a poco, sin sobresaltos. Me encantaba la cómoda funcionalidad de todas las cosas. En aquellas habitaciones solo había lo necesario; era fácil limpiarlas y vivir en ellas. Pero sobre todo me atraía su capacidad para aislar el tiempo, para dividir la historia en un panal de historias, para guardar el secreto más íntimo hasta borrarlo de tu vida, volviéndola a planchar como las tirantes sábanas de las camas. Con mi hija al lado aquello resultaba apasionante y placentero. Era la felicidad. En el universo paralelo de las habitaciones de hotel los parámetros de nuestra felicidad crecían hasta convertirse en felicidad plena y absoluta.

Evitábamos el metro. Siempre nos quedábamos en la superficie. Nos gustaban los pequeños parques y los escaparates iluminados. Copenhague tenía mucha luz. Hasta los sex shop estaban inundados de luz, con esos vibradores de color pastel que parecían juguetes para bebés. Un día, delante de uno de aquellos escaparates, vimos a un niño muy gordo, con unas zapatillas fosforito de deporte, que lloraba.



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