Bucéfalo. Memorias del caballo de Alejandro by Eloy M. Cebrián

Bucéfalo. Memorias del caballo de Alejandro by Eloy M. Cebrián

autor:Eloy M. Cebrián
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Histórico
publicado: 2005-01-01T00:00:00+00:00


Capítulo VIII

Las voces de Siwah

ESTÁBAMOS a finales del otoño del tercer año de la 111.ª olimpiada [333 a. C.]. En el lapso de poco más de un año que había transcurrido tras nuestro desembarco, Alejandro se había convertido en el dueño de toda Asia Menor y derrotado a dos ejércitos persas, uno de ellos mandado por el propio Gran Rey. Habría dado cualquier cosa por ver la cara de Demóstenes cuando las noticias llegaran a Atenas.

Tolomeo y Seleuco regresaron al campamento poco antes de la media noche. Parecían cansados y abatidos.

—Lo siento, Alejandro —dijo Tolomeo bajando la mirada—. Nos ha resultado imposible dar caza a Darío. Está cambiando de montura cada pocos estadios. Pero deberías ver el espectáculo que están dejando los persas en su retirada —continuó con repentina animación—. Corren como ratas asustadas, tan rápido que se aplastan unos a otros. Imagínate que hasta hemos podido cruzar un arroyo sin mojarnos cabalgando sobre cadáveres enemigos. Creo que en los próximos días vamos a tener aquí a todos los buitres del Asia.

Alejandro lo hizo callar con expresión de disgusto. Después se encogió de hombros.

—Lástima que Darío haya escapado. Es lo único que puede empañar nuestra victoria de hoy. Pero ¡por los dioses! Olvidemos eso ahora y celebremos este gran día.

—Y sugiero un sitio muy especial para hacerlo —dijo Crátero sonriendo—. Darío ha huido con tanta prisa que no ha tenido tiempo para recoger sus cosas. ¿Qué tal si brindamos por nuestra victoria en su propia tienda y con su propio vino?

Encontramos el campamento persa tal y como lo habían dejado antes de la batalla. Era tan enorme que uno habría podido perderse allí durante días. Se veían soldados macedonios por todas partes. El rey les había dado permiso para comenzar el saqueo, de modo que todos portaban fardos cargados de objetos valiosos. De muchas tiendas surgían carcajadas, pero también gritos de terror, tanto de hombres como de mujeres. Alejandro torció el gesto.

—Decidles a los oficiales que quedan prohibidos los actos de violencia contra los civiles. De modo que más vale que contengan a sus hombres, o tendrán que responder personalmente ante mí.

—Vamos, Alejandro —dijo Crátero—, deja que se diviertan un poco. Se lo han ganado.

El rey se volvió hacia él con expresión severa.

—¿Somos acaso bárbaros? El botín les pertenece, es su derecho. Pero no quiero que se hable de mí y mi ejército como de una banda de salteadores.

El pabellón real estaba plantado en el centro del campamento. Su aspecto exterior no era en modo alguno el de una tienda militar, sino más bien el de un auténtico palacio. El lujo y las riquezas que Alejandro y sus amigos encontraron al entrar los dejaron boquiabiertos.

—¿De modo que esto es lo que significa ser rey? —dijo Alejandro parpadeando ante el relumbrar del oro y la plata y aspirando el aroma del incienso.

—Tendrás que acostumbrarte a lo que los asiáticos entienden por realeza —respondió Hefestión no menos asombrado mientras contemplaba cómo sus pies se hundían en mullidas alfombras y pieles de animales—.



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