Avenida de los gigantes by Marc Dugain

Avenida de los gigantes by Marc Dugain

autor:Marc Dugain [Dugain, Marc]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2012-01-01T05:00:00+00:00


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Reparar carreteras me gustaba sin apasionarme. Las jornadas empezaban temprano. Trabajábamos en equipos de una decena, cada uno tenía su lugar y nadie se movía de allí. A falta de una formación específica, a menudo me destinaban a controlar la circulación alterna en las zonas en obras. Los automovilistas me veían de lejos agitar mi bandera naranja. Sabía que no iba a vegetar en esa actividad toda mi vida. Menos aún dado que mi abuelo, aquel al que había hecho desaparecer, había desarrollado allí toda su carrera y no me veía siguiendo sus pasos.

El olor a asfalto líquido y humeante acabó por darme náuseas. Para ser preciso, hay que decir que en esa época, empecé a tener el hígado tocado por el alcohol. Había empezado a beber mucho después de cada encuentro con mi madre y luego, a medida que pasaban las semanas, bebí con asiduidad. Levantarme temprano para ir a trabajar a las obras móviles me exigía cada vez mayores esfuerzos. Una mañana, tras una borrachera monumental la víspera en el bar que se hallaba frente a los juzgados de la ciudad, decidí no levantarme. Me quedé deliberadamente acostado hasta las diez de la mañana. A mediodía, me presenté en la administración de las Obras Públicas para cobrar mi finiquito. A media tarde, fui a saludar a mis colegas al bajar del autobús que los traía de la obra. No mentí, el olor de jarabe de petróleo me revolvía el estómago y no podía continuar. Fueron bastante calurosos conmigo. A última hora de la tarde, estaba en un concesionario Harley para negociar una moto de ocasión y un crédito para comprarla. Debí de caerle bien al dueño porque, al saber que buscaba trabajo, me ofreció un empleo de vendedor a comisión que acepté sin pensarlo dos veces. La perspectiva de retomar la carretera en moto me procuró una verdadera alegría que cultivo religiosamente en mis recuerdos. Cada noche, cada fin de semana, iba a recuperar la quietud de los espacios sin fin ritmada por los cuatro tiempos de mi motor de dos cilindros, con el rostro entumecido por el viento, tranquilizado por una incomparable sensación de estar vivo. En el fondo de mí, tenía también la idea de que la perspectiva de esas grandes cabalgadas iba a incitarme a beber menos. Leitner me decía a menudo que si el alcohol había hecho la carrera que le conocíamos en el ser humano era porque hasta entonces no se había descubierto un ansiolítico mejor. El alcohol me calma al igual que a otros los excita. Nunca tenía mal beber, al contrario. Después de una o dos botellas entraba en un mundo maravilloso y tranquilo que mis contemporáneos iban a buscar en paraísos artificiales. Una tercera o cuarta botella nunca me empujaba a actitudes excesivas como las que he podido leer en Bukowski. Sabía que el alcohol no me conducía a ninguna parte. Veía cómo había arrugado el rostro de mi madre y cómo a veces ella era presa de una especie de estupor que no presagiaba nada bueno.



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