Asuntos De Un Hidalgo Disoluto by Hector Abad-Faciolince

Asuntos De Un Hidalgo Disoluto by Hector Abad-Faciolince

autor:Hector Abad-Faciolince [Abad-Faciolince, Hector]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela
ISBN: 9789588061474
publicado: 2011-01-19T23:00:00+00:00


XIV

Que tiernamente trata de las esclavas del servicio doméstico

Hay algo que yo sabía de mí, pero que no sabía decirlo hasta que leí a Quitapesares y me di cuenta de que eso mío podía decirse con exactitud con sus más apropiadas palabras decimonónicas. Han cambiado los siglos pero no las circunstancias. El era un casi noble revolucionario con los burgueses y yo he sido un casi burgués revolucionario con los pobres. Otra vez exagero. Yo nunca he sido revolucionario. Nada se aleja tanto de mi temperamento como el activismo y la violencia necesarias al temperamento revoltoso. De todo soy, menos un exaltado. Pero la incomodidad que he sentido frente a la estupidez e indiferencia de la gente de mi clase, me llevaron a ponerme —con la mente, señores, con la mente— del lado de los pobres. A propósito, que no se me olvide contar mi expulsión del Club Brelán, la sede de los oligarcas de mi pueblo. Pero esto lo dejo para otro capítulo. Porque aquí me toca confesar que en todo caso yo, y aquí viene Quitapesares, nunca he podido aguantarme a los pobres de cerquita. El lo dice así y yo siento lo mismo: "Haría cualquier cosa por la felicidad del pueblo, pero preferiría, creo, pasar quince días al mes en la cárcel en lugar de vivir con la plebe. Debo confesar que no obstante mis opiniones perfecta y profundamente republicanas, mis padres me transmitieron sus gustos aristocráticos y reservados. Aborrezco la plebe (cuando tengo que tratar con ella), y al mismo tiempo, llamándola pueblo, deseo con pasión su felicidad. Mis amigos, o los que pretenden ser mis amigos, se pegan de esto para poner en duda mi sincero liberalismo. Todo lo sucio me produce horror y el pueblo, a mis ojos, está siempre sucio. Con una salvedad, para mí: las muchachas del servicio. Ellas han sido mi contacto directo con los pobres. Las quise y las quiero y las recuerdo, mis esclavas que se creyeron empleadas. Voy a hablar de Tata, la más vieja de ellas.

Tata era una niña. No. Para mí la palabra niña aplicada a Tata es un acto de fe en el que finjo creer, pero en el fondo mi convicción es que ella tuvo siempre entre setenta y noventa años. En todo caso, se contaba en la casa, Tata era una niña abandonada que había entrado a trabajar en casa de mis bisabuelos maternos antes de que mi abuela se casara. Tal vez en ese entonces tenía algún sentido la palabra criada: el orfanato de las monjitas de la caridad decidía, después de una limosna más o menos sustanciosa, que el mejor destino para la huerfanita era confiarla a los cuidados de una familia acomodada donde le darían colchón, comida, horarios rígidos y una serie de oficios.

Tata, que en ese entonces se llamaba todavía Sixta Sánchez, había ayudado durante años a llevar los calderos de agua caliente a la tinaja donde la señorita Constanza, mi abuela, hacía su baño semanal con agua hirviendo, leche de burra recién parida y yerbas varias.



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