Arboleda by Esther Kinsky

Arboleda by Esther Kinsky

autor:Esther Kinsky [Esther Kinsky]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: ficción moderna y contemporánea
ISBN: 9788418264832
editor: 2021
publicado: 2021-01-14T23:00:00+00:00


Lapislázuli

Mi padre se calificaba a sí mismo de experto en el color azul. Miraba al cielo y tenía un nombre para cada tono: el azul otoñal velado de gris de Trieste, el azul blanquecino de Mantua, el matizado de lila de Nápoles y el vertiginoso azul puro de Val Bregaglia, casi impensable en nuestras latitudes e inexistente hasta en Italia. Cada lugar tenía otro azul, cada azul tenía otro nombre, y también a los pintores los definía en función de los azules a los que eran adeptos. Su escritorio siempre estaba cubierto de mapas desplegados que mostraban grandes superficies con azules de densidad varia, atravesadas, a diferencia de las áreas grises, verdes, pardas y blancas, por escasas líneas y leyendas, razón por la cual pensé durante mucho tiempo que eran las partes más importantes del mapa.

Cuando cumplí siete años, mi abuela viajera me regaló un pequeño collar con un dije de piedra azul. A mi hermana le había regalado para su séptimo cumpleaños un collar igual pero con dije de cuarzo rosa, y desde entonces yo le envidiaba esa piedra de un rosado un tanto acuoso que parecía transparente y que al sol, según me figuraba, proyectaría una luz rosa. Mi piedra, pues, era azul, de un azul muy intenso con diminutas incrustaciones amarillentas, pero mate, sólido y sin la luminosa lechosidad del dije de cuarzo rosa. El azul era mi color favorito; no obstante, aquello me decepcionó porque habría preferido tener un cuarzo rosa, ya que estaba acostumbrada a que aquel objeto despertara mi envidia y mis expectativas; nunca había imaginado otra piedra distinta de ésa cuando pensaba en el collar que me esperaba. Ahora tenía la piedra azul, que se llamaba lapislázuli, y aun reconociendo que el nombre era más bonito y cargado de misterio que el de cuarzo rosa, me resultaba difícil tomarle cariño; cierta vez que debía llevarla, no recuerdo con qué motivo, comencé a creer que me pesaba como si tuviera plomo en el pecho y me impedía respirar. La animadversión al lapislázuli persistió hasta que mi padre, en un museo italiano y ante un cuadro de la Virgen, me contó que el azul del manto –de tan angelical belleza que su pintor acabó por ser declarado ángel él mismo– se extraía del lapislázuli. Señalando las finísimas salpicaduras de oro en la indumentaria, aseguró que procedían de pequeñas incrustaciones, como las de la piedra de mi collar, pues se trataba de oro genuino que atravesaba con vetas tenues y minúsculas esa piedra, oculta en las profundidades de las montañas de países lejanos. Estábamos de viaje y no me había traído el collar, pero después de lo oído empecé a echarlo de menos. Por las noches, mi padre nos habló del lapislázuli: el lugar donde se encontraba, la variedad de tonalidades que poseía y el valor dispar que podía tener. El lapislázuli más valioso se daba en las minas de Persia, donde eran mineros selectos, de muy baja estatura, quienes lo detectaban y desprendían de la roca con gran esmero.



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