Anna Karénina by Tolstói

Anna Karénina by Tolstói

autor:Tolstói
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Drama, Romántico
publicado: 1878-01-01T00:00:00+00:00


XVII

Alekséi Aleksándrovich volvió a su habitación solitaria, repasando involuntariamente en su memoria la impresión que le habían dejado las conversaciones entabladas durante la comida y la sobremesa. Las palabras que Daria Aleksándrovna había pronunciado sobre el perdón no habían conseguido más que enfadarle. Decidir si los preceptos cristianos podían aplicarse o no a su caso era una cuestión demasiado ardua de resolver, de la que no se podía hablar a la ligera, y a la que Alekséi Aleksándrovich había respondido de manera negativa hacía mucho tiempo. De todo lo que se había dicho, lo que más le había impresionado había sido un comentario de Turovtsin, ese hombre tan bondadoso como estúpido: «Se portó como un valiente. Lo desafió a duelo y lo mató». Por lo visto, todos compartían esa opinión, aunque por delicadeza se habían abstenido de manifestarlo.

«En cualquier caso, ya he tomado una decisión, así que no hay razón para seguir pensando en ese asunto», se dijo Alekséi Aleksándrovich.

Dándole vueltas a su inminente viaje y a las labores de inspección que le aguardaban, entró en su habitación y le preguntó al portero que le había acompañado dónde estaba su criado. Éste le informó de que acababa de salir. Alekséi Aleksándrovich le ordenó que le sirviese té, se sentó a la mesa, cogió el Froom[10], y se puso a trazar el itinerario de su viaje.

—Han llegado dos telegramas —dijo el criado, entrando en la habitación—. Perdone, excelencia, he salido un momentito.

Alekséi Aleksándrovich cogió los telegramas y los abrió. En el primero le comunicaban el nombramiento de Strémov para un puesto que ambicionaba para él. Arrojó el despacho y, enrojeciendo, se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación.

—Quos vult perdere dementat[11] —dijo, refiriéndose con ese quos a los responsables de ese nombramiento. No le disgustaba que no le hubieran concedido ese cargo, que hubieran pasado por encima de él, pero le parecía sorprendente e incomprensible que no se dieran cuenta de que ese charlatán de Strémov, que sólo sabía hacer frases, era el menos indicado para desempeñar ese puesto. ¿Cómo no comprendían que estaban labrando su propia ruina, comprometiendo su prestige?

«Será algo por el estilo», se dijo con amargura, al abrir el segundo despacho. Era un telegrama de su mujer. Lo primero que le saltó a la vista fue su firma, «Anna», trazada con lápiz azul. «Me muero. Le ruego, le suplico que venga. Moriré más tranquila con su perdón», leyó. Arrojó el telegrama con una sonrisa despectiva. En un primer momento le pareció evidente que se trataba de un engaño y una artimaña.

«No hay argucia de la que no sea capaz. Está a punto de dar a luz. Quizá se refiera a eso. Pero ¿qué es lo que pretende? Que reconozca al niño, comprometerme y evitar el divorcio —pensó—. Pero ahí dice que se está muriendo…». Volvió a leer el telegrama y de pronto le sorprendió el sentido exacto de lo que decía. «¿Y si fuera cierto? —se dijo—. ¿Y si en un momento de dolor, ante la



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