Fogonazos by Aldous Huxley

Fogonazos by Aldous Huxley

autor:Aldous Huxley [Huxley, Aldous]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1930-01-01T00:00:00+00:00


DESPUÉS DE LOS FUEGOS ARTIFICIALES

I

TARDE, como de costumbre. Tarde. —La voz de Judd tenía un tono de censura. Las palabras cayeron cortantes, como picotazos.

«Como si yo fuera una nuez (pensó malhumoradamente Miles Fanning) y él un picamaderos. Y, sin embargo, es la devoción encarnada, haría cualquier cosa por mí. Por eso supongo que se cree con derecho a partir mi cáscara cada vez que me ve». Y llegó a la conclusión, como ya había llegado muchas veces en otras ocasiones, de que realmente Colin Judd no le era simpático. «Mi más antiguo amigo, que decididamente me es antipático. Sin embargo…». Sin embargo, era un valor. Judd valía como amigo.

—Aquí están tus cartas —prosiguió la voz brusca.

Fanning exhaló un gemido y las cogió.

—¿Es que nunca se puede escapar uno de las cartas? ¿Incluso aquí, en Roma? Parecen pasar a través de todo. Como microbios que atraviesan los filtros. ¡Aquellos días felices anteriores al correo! —Bebiendo, examinó por encima de su taza de café las direcciones de los sobres.

—Tú serías el primero en quejarte si la gente no escribiera —observó Judd—. Aquí tienes tu huevo. Ha hervido exactamente tres minutos. Yo mismo lo he comprobado.

Cogiendo el huevo. Fanning contestó:

—Al contrario. Sería el primero en alegrarme. Si la gente escribe es porque existe, y yo lo único que pido es poder decir que el mundo no existe. El malvado huye cuando ningún hombre le persigue. ¡Qué bien los comprendo! Pero las cartas no nos dejan ser avestruces. Los freudianos dicen… —Se calló súbitamente. Después de todo, estaba hablando con Colin… Con Colin. La actitud concesional y autoacusatoria estaba totalmente desplazada. Era inútil dar a Colin una excusa para decir algo desagradable. Pero lo que había estado a punto de decir sobre los freudianos era gracioso—. Los freudianos… —volvió a empezar.

Pero aprovechándose de los cuarenta años de amistad, Judd ya había empezado a mostrarse desagradable.

—Tú te sentirías desdichado —dijo— si el correo no te trajera tu dosis regular de alabanzas, admiración, simpatía y…

—Y humillación —añadió Fanning, que había abierto uno de los sobres y leía la carta—. Escucha esto. Es de mis editores americanos. Departamento de Ventas y Publicidad. «Mi querido señor Fanning». Mi querido, fíjate bien. Así me llama Wilbur F. Schmalz. «Mi querido señor Fanning: ¿podría usted decirnos cuáles son sus planes para las vacaciones de verano? ¿Qué aspecto del aire libre escogería este año? ¿Mar o montaña, bosque o lago murmurador? Consideraría un gran privilegio que usted nos informara, porque estoy preparando una serie de notas para los críticos literarios de nuestros principales periódicos a quienes les interesan mucho, como he podido comprobar anteriormente, todas esas noticias personales, sobre todo si van acompañadas de fotografías bien escogidas. ¿No accedería a cooperar con nosotros facilitándonos esa labor? Muy cordialmente suyo, Wilbur F. Schmalz». Bueno, ¿qué te parece esto?

—Creo que le contestarás —dijo Judd—. Y afectuosísimo —añadió envenenando su malicia. Fanning soltó una carcajada, cuya misma facilidad y jovialidad traicionó su malestar—. Y le mandarás una fotografía.

Despectivamente, demasiado despectivamente (le pareció en aquel momento), Fanning estrujó la carta y la arrojó a la chimenea.



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