Vagabundo en Africa by Javier Reverte

Vagabundo en Africa by Javier Reverte

autor:Javier Reverte [Reverte, Javier]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Viajes
ISBN: 9788497935753
editor: Random House Mondadori
publicado: 2010-11-22T23:00:00+00:00


LOS JARDINES DE LA ETERNIDAD

De nuevo, la tortura de la infame carretera. Era de noche aún cuando salí de Kilwa Masoko y el día asomó al principio tibio y cansino; pero cuando el sol se aupó más arriba de la cintura de montañas que cerraban el paisaje, la tierra pareció convertirse en una plancha de asar chuletas. Peor era el polvo, sin embargo, y a tal punto se alzaba a mi alrededor, que en ocasiones hubiera creído que volaba a través de una nube rojiza, de no ser por los baches y los brincos del todoterreno, que afirmaban la presencia de la dura tierra bajo mi molido trasero.

Alcancé de nuevo el Rufiji y tardé más de una hora en cruzarlo, pues hube de esperar dos turnos del transbordador. Luego, ya a bordo, mi coche quedó encajado entre dos grandes camiones. El de atrás lucía sobre el cristal del parabrisas el nombre de City Boy, y el conductor, que no se bajó de su asiento mientras duró la travesía, llevaba un lorito verde sobre el hombro.

Dos policías vestidos con uniforme blanco me detuvieron unos kilómetros antes de llegar a Kibiti.

—No tiene el cinturón puesto —dijo uno de ellos cuando asomé la cabeza por la ventanilla.

—Se me olvidó, lo siento.

—Puedo multarle. Pero también puedo perdonarle si nos lleva hasta Kibiti.

Subieron.

—No es bueno viajar solo —dijo el que se sentaba a mi lado—. ¿Por qué no lleva con usted a un amigo? ¿O a una mujer? Es más seguro ir con un amigo y más agradable ir con una mujer.

—Me gusta viajar solo.

—Usted verá, eso no es delito. Pero no es bueno.

Llegamos a Kibiti. Dejé a los dos agentes en la estación de policía. ¿Cuántos más iba a encontrarme aún y todos empeñados en que no viajase solo? La carretera se partía en dos: al frente, hacia Dar es Salaam; a la izquierda, rumbo a Selous. Ya no había dudas. Paré en la gasolinera de Kibiti, la última antes de alcanzar Selous según mi libro-guía, y llené el tanque y los bidones. El empleado servía el gasóleo a manivela. Luego, compré unos plátanos en el mercado y continué viaje hacia el oeste.

El camino se estrechaba, rodeado por un bosque seco y agobiante que cerraba los dos lados. Marchaba sobre una pista arenosa y herida por baches invisibles. El polvo era blanco ahora y el cielo de un tono calizo. «La selva es fúnebre, tétrica, muda y vacía», escribía Moravia. Y así me parecía en ese momento. Nada había de hermoso en la naturaleza hosca y uniforme que atravesaba mi vehículo. La ruta era de una monotonía abrumadora. Tenía la sensación de viajar hacia la nada en medio de un territorio estéril. Aquella selva no producía temor, sino una sensación de claustrofobia parecida a la que sientes en los ascensores abarrotados. Me animaba pensando en que cumplía un propósito antiguo: ser un vagabundo. Recordaba a Conrad: «Yo era un marino —decía Marlow al comienzo de El corazón de las tinieblas—, pero también un vagabundo».

Y en ese momento, una de las ruedas traseras del vehículo pinchó.



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