Uno de los nuestros by Robert Dugoni

Uno de los nuestros by Robert Dugoni

autor:Robert Dugoni [Dugoni, Robert]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Thriller
publicado: 2019-10-28T16:00:00+00:00


CAPÍTULO 25

A la mañana siguiente, Leah Battles tuvo la sensación de que el soldado de la policía naval que vigilaba la entrada de Charleston tardó el doble de lo necesario en estudiar su documentación, aunque era muy consciente de que podía ser la paranoia que se había apoderado de ella tras la vista del artículo 32. Los rumores corrían como la pólvora por la base naval y no le cabía duda de que todo el mundo debía de estar hablando ya de la cinta perdida y haciendo conjeturas sobre lo que habría sido de ella. Aquel había sido el motivo que la había llevado a levantarse aquella mañana para ir a trabajar como estaba previsto. Su madre le había asegurado, estando ella en el instituto, que su ausencia decía tanto como su presencia. Y ella tenía la intención de estar presente.

Cuando franqueó la puerta del edificio de la DSO, se volvieron a mirarla Darcy, la recepcionista, y otras dos personas que había de pie ante su mesa. Todos daban la impresión de haberse visto sorprendidos con las manos en la masa. Interrumpieron su conversación y los otros dos se dieron la vuelta lentamente y se alejaron. Battles saludó a Darcy con una inclinación de cabeza y se dirigió a su despacho esperando la respuesta de costumbre de la recepcionista, pero la misma no llegó nunca.

Se metió en el despacho, cerró la puerta y se tomó unos instantes para estudiar cuanto la rodeaba. La decoración de aquel lugar constituía una mezcla estudiada de hogar y trabajo que ella había sentido como su santuario desde siempre, un refugio en el que se sentía fortalecida. Ese día, sin embargo, le pareció extraño, aislado y claustrofóbico. Tenía ganas de dar media vuelta e irse de allí, pero sabía que no podía ponérselo tan fácil a los otros. Por tanto, encendió las luces fluorescentes del techo con la esperanza de que su brillo ahuyentara parte de la melancolía que amenazaba con apoderarse de aquel espacio, y se puso el traje de fajina.

Sentada a su escritorio, pulsó el teclado de su ordenador y, cuando el cuadro de diálogo de costumbre le pidió su nombre y su contraseña, introdujo ambos. Mientras arrancaba el equipo, acabó de ajustarse el uniforme y las botas negras. A continuación, metió la llave en el cajón donde guardaba los expedientes en los que estaba trabajando y lo abrió. Estaba vacío. Miró el monitor de su ordenador y vio que el sistema no reconocía su nombre ni su contraseña.

Renegó entre dientes y volvió a teclear ambos, por más que el cajón vacío dejara evidente que no se trataba de un error. La pantalla le negó de nuevo el acceso. Se reclinó en su asiento tratando de asimilar lo que había ocurrido. Nunca había oído de un abogado al que hubiesen arrebatado los expedientes con tanta rapidez. En virtud del secreto profesional entre el defendido y su representante, se exigía que fuera aquel quien renunciara a este. Sin embargo, solo había una explicación posible: le habían bloqueado el acceso y se habían llevado sus papeles.



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