Una columna de fuego by Ken Follett

Una columna de fuego by Ken Follett

autor:Ken Follett [Follett, Ken]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2017-09-12T04:00:00+00:00


Ebrima comprendió las palabras en francés y reconoció que se trataba de una traducción del popular salmo veintitrés que había oído en la iglesia en latín… aunque jamás con un sonido semejante. Parecía un imponente fenómeno de la naturaleza, le evocaba un temporal en el mar. Creían realmente aquello que estaban cantando, que cuando cruzaran el sombrío valle de la muerte no temerían mal alguno.

Ebrima divisó a su hijastro, Matthus, no muy lejos de allí. El muchacho seguía asistiendo a misa con su madre y su padrastro todos los domingos, pero últimamente había empezado a criticar a la Iglesia católica. Su madre insistía en que se guardara las dudas para sí, pero este no era capaz, pues tenía diecisiete años y para él lo que estaba bien, estaba bien y lo que estaba mal, estaba mal. Ebrima se preocupó al ver que formaba parte de un grupo de jóvenes y que todos ellos llevaban garrotes nada edificantes.

Carlos lo vio al mismo tiempo que él.

—Parece que esos muchachos están buscando pelea —dijo con nerviosismo.

—Pues no creo que hoy vayan a salirse con la suya —respondió Ebrima, esperanzado, ya que en la pradera se respiraba un ambiente de paz y felicidad.

—Qué cantidad de gente… —señaló Carlos.

—¿Cuánta crees que hay?

—Millares de personas.

—No sé cómo vamos a contarlas.

A Carlos se le daban bien los números.

—Pongamos que la mitad están a este lado del río y la mitad al otro. Ahora imagínate una línea que va desde aquí hasta el pastor. ¿Cuántas personas hay en el cuadrado más cercano? Vuelve a dividirlo en cuatro.

Ebrima hizo un cálculo aproximado.

—¿Quinientas en cada dieciseisavo?

Carlos no respondió a la pregunta. En vez de eso, hizo otro comentario.

—Va a haber problemas.

Estaba mirando por encima del hombro de Ebrima, y este se volvió para ver el motivo de sus palabras. Al instante se percató de lo que había alertado a Carlos: por el camino que cruzaba el bosque se acercaba un grupo de clérigos y hombres de armas.

Si habían acudido para poner fin a aquella reunión, eran demasiado pocos. La multitud armada, con toda su rectitud y su honradez, los aniquilaría.

En el centro del grupo había un sacerdote de unos sesenta y cinco años que llevaba una ostentosa cruz de plata sobre sus vestiduras negras. Cuando se acercaron, Ebrima vio que tenía unos ojos negros y hundidos junto a una nariz de caballete prominente, y que su boca formaba una línea firme y severa. No reconoció al hombre, pero Carlos sí.

—Es Pieter Titelmans, deán de Ronse —anunció—. El inquisidor.

Ebrima miró con nerviosismo hacia donde estaban Matthus y sus amigos. Todavía no habían visto al recién llegado. ¿Qué harían cuando se dieran cuenta de que el inquisidor había acudido a espiar su reunión?

—Será mejor que nos apartemos de su camino; ese hombre me conoce —dijo Carlos cuando el grupo se acercó más.

Pero era demasiado tarde. Titelmans cruzó una mirada con él y puso cara de sorpresa.

—Lamento verte en este nido de impíos.

—¡Soy un buen católico! —protestó Carlos.

Titelmans echó hacia atrás la cabeza, cual animal rapaz hambriento que acabara de detectar un movimiento entre la hierba.



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