Un misterio en Italia by Santa Montefiore

Un misterio en Italia by Santa Montefiore

autor:Santa Montefiore [Montefiore, Santa]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 2012-01-01T05:00:00+00:00


18

Romina estaba tan alarmada ante la posibilidad de que una intrusa estuviera colándose en el capricho que por fin decidió denunciar el suceso a la policía. Encontró la comisaría en la plaza: un destartalado edificio precedido por tres escalones que llevaban a unos portalones de madera tosca. Dentro, el aire estaba impregnado de tabaco y de sudor. Cruzó la sala hasta el mostrador de recepción, abarrotado de papeles y revistas, y esperó a que alguien la atendiera. La oficina estaba vacía, aunque una pareja de carabinieri holgazaneaba junto a la entrada, hablando de sus suegras entre potentes carcajadas y arrojando la ceniza de sus cigarrillos en el suelo.

Romina no era una mujer a la que se pudiera hacer esperar. Repiqueteó con los dedos en el mostrador y exclamó, alzando la voz:

—¿Alguien piensa ayudarme o tengo que poner el grito en el cielo?

Los dos carabinieri dejaron de charlar y se volvieron hacia ella. La examinaron rápidamente desde la puerta, estudiando con atención las joyas y la ropa cara, y dedujeron que estaban ante una señora acostumbrada a conseguir lo que se proponía.

Eugenio murmuró a su amigo:

—Ya voy yo. —El otro hombre puso cara de «bajo tu entera responsabilidad» y desapareció al instante—. Signora, lamento mucho haberla hecho esperar —se disculpó, intentando recuperar la credibilidad.

Romina barrió con la mirada su arrugado uniforme azul y las elegantes charreteras.

—Obviamente, no tenemos abundancia de crímenes en Incantellaria —comentó de forma desdeñosa.

—Gracias a Dios, hoy es un día tranquilo —explicó Eugenio—. ¿Quiere sentarse?

—Sí, gracias —respondió ella, siguiéndole hasta un sofá de cuero gastado y tomando asiento. El policía se sentó delante de ella en un sillón.

—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó.

—Soy la signora Chancellor, la dueña del palazzo —empezó. Eugenio irguió la espalda—. La mención del palazzo parece haberle despertado.

—Se refiere al Palazzo Montelimone.

—El mismo.

—Hace años que no he estado allí —masculló Eugenio.

—Bien, en ese caso queda usted fuera de la lista de sospechosos.

—¿Sospechosos?

—Tenemos a un intruso, inspector…

—Amato. Inspector Amato —dijo Eugenio. La conversación parecía escapársele de las manos—. ¿Qué clase de intruso?

—Creo que es una mujer porque dejó olvidado un pañuelo y olía a perfume. No es la clase de perfume que yo elegiría ni tampoco el tipo de pañuelo.

—¿En el palazzo?

—No, en el capricho. ¿Conoce usted bien el palazzo, inspector?

—Bueno —respondió él—. Tuve que subir varias veces en el pasado.

—¿Ah, sí?

—Era una ruina, pero en las noches despejadas se veían luces moviéndose de una habitación a otra.

Romina intentó controlar su impaciencia.

—¿Es usted supersticioso, inspector?

—No demasiado, aunque aquí hay bastante gente que sí lo es.

—Lo sé. El servicio habla de fantasmas. Menuda ridiculez.

Eugenio se encogió de hombros.

—Un pueblo como este jamás olvida una historia manchada de sangre.

—Qué melodramático. ¿Y qué resultaron ser esas luces?

—No descubrimos nada.

—Pues la luz ha vuelto y quiero que la investigue.

Eugenio decidió seguirle la corriente. Romina era, a juzgar por su aspecto, la clase de mujer que podía crearle problemas si sentía que no la tomaban en serio.

—¿Mantiene cerrado el capricho?

—Sí, siempre. Solo tengo una llave. De modo que o bien hay alguien que hace saltar la cerradura, o bien tiene una llave cuya existencia yo desconozco.



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