Destruir Cartago by David Gibbins

Destruir Cartago by David Gibbins

autor:David Gibbins [Gibbins, David]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2013-09-01T04:00:00+00:00


XI

El mensajero desmontó de su caballo y corrió hacia ellos, llevándose la mano derecha al pecho a modo de saludo. Era un hombre que Fabio conocía y en el que confiaba, Quinto Apio Probo, un experimentado legionario de la vieja guardia que se había convertido en mensajero porque sabía montar a caballo y había sido herido en una pierna.

—Traigo noticias de Cauca. El oppidum ha caído.

Enio le miró fijamente.

—¿Caído? Pero si mis catapultas no estaban preparadas. Sin ellas nunca habrían conseguido abrir una brecha en sus muros.

—No han tenido necesidad de hacerlo. Se ha negociado una capitulación.

—¿Negociado? ¿Lucio Licinio Lúculo? Eso debería figurar en los anales.

—No fue el general quien llevó a cabo las conversaciones, sino el tribuno mayor de su guardia personal, Sexto Julio César.

—Ah —exclamó Enio—. El hermano de Julia. —Se giró hacia Escipión—. Es lingüista y sabe hablar su lengua. Uno de los esclavos de su casa en Roma era un antiguo jefe celtíbero, un guerrero que Aníbal atrajo para su causa cuando pasó por estas tierras con sus elefantes de camino a Roma. ¿Te acuerdas de él, Escipión? Nos enseñó cómo utilizar la espada ibérica de doble filo.

Escipión asintió y luego miró fijamente al hombre.

—Pareces inquieto, Quinto Apio. Hay algo más, ¿no es así? Puedes hablar libremente. Tienes mi palabra.

Quinto se aclaró la garganta.

—Sexto garantizó la seguridad del pueblo a cambio de que permitieran que una guarnición romana ocupara el oppidum. El propio Lúculo les condujo al interior. Pero era un manípulo de la nueva legión, los hombres que el propio Lúculo había reclutado del cuarto distrito de Roma prometiéndoles un gran botín y forzando a aquellos que se negaban a presentarse voluntarios. Yo crecí en los aledaños de ese barrio, y sé cómo son. Pueden ser los mejores legionarios si son entrenados con mano de hierro, y los peores si no lo son. La única acción que estos hombres han visto en su vida es la de las peleas de las bandas callejeras de Roma después de las carreras de carros; la única disciplina, los latigazos de los celadores militares cuando fueron embarcados en las naves con destino a Iberia.

La barbilla de Escipión se tensó.

—¿Y qué pasó?

—Lúculo les permitió saquear el oppidum. Pero todos sabemos que los celtíberos tienen poco que ofrecer. Son pastores y ganaderos, no comerciantes. Estos nuevos reclutas fueron engañados con cuentos del botín de Macedonia y creían que cada ciudad extranjera estaría cubierta de oro y plata. Pero cuando no encontraron nada en Cauca, Lúculo les dio lo segundo mejor. Es un general lo suficientemente avispado para saber que los hombres enviados a la guerra que aún no han podido matar necesitan saciar su sed de sangre y, cuando lo consiguen, eso ocupa sus mentes durante unos cuantos días hasta que vuelven a querer más.

Escipión dio un paso atrás, cerrando los ojos durante un instante y pellizcándose la punta de la nariz.

—No me lo digas.

—Todos los hombres del lugar. Les rodearon asestándoles tajos a diestro y siniestro hasta matarlos y luego incendiaron la ciudad.



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