Un hilo de humo by Andrea Camilleri

Un hilo de humo by Andrea Camilleri

autor:Andrea Camilleri [Camilleri, Andrea]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico, Humor
editor: ePubLibre
publicado: 1997-04-16T00:00:00+00:00


* * *

No comió el príncipe de Sommatino, inmóvil en su sillón, perdido tras el pensamiento del movimiento perpetuo.

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No comió Masino Bonocore, que estaba como ido delante de la ventana abierta, mientras sentía que la sangre se le disolvía, que volvía a correr segura dentro de cada vena y que le llegaba al corazón en su justa medida.

* * *

—¿Cuántos somos en el pueblo? —⁠se había preguntado un día el barón Raccuglia mientras hablaba con el ingeniero Lemonnier, y antes de que el otro hubiera tenido tiempo de abrir la boca, ya tenía pronta la respuesta⁠—: Ocho o nueve familias de las nuestras y una treintena de familias burguesas. Más o menos trescientas personas.

—¡Pero si el país cuenta con nueve mil almas! —⁠había rebatido Lemonnier.

—¿Cuenta? ¿Qué cuenta? —se había asombrado sinceramente el barón⁠—. El resto no cuenta, egregio amigo.

—No contarán, pero están —había insistido Lemonnier, un pelín irritado⁠—. No pretenderá decirme que son invisibles.

El barón lo había mirado, pero no había respondido, cogido por la súbita duda de que el piamontés ocultara hábilmente bajo una apariencia cortés y educada una peligrosa alma de agitador. Pero el barón tenía razón y el ingeniero no: las otras ocho mil setecientas almas —⁠y era francamente excesivo llamarlas así⁠— estaban, pero contaban tan poco que no merecía la pena contarlas.

«Venid conmigo en una jornada de intensa actividad de carga en el puerto —⁠había escrito el profesor Baldassare Martillo en su apreciable volumen Vigàta en sus probables orígenes, en su desarrollo, actividades y necesidades⁠—, cuando sopla con fuerza el siroco. En un breve espacio hay un hormiguero de hombres, de carros y de pontones; son barcas adosadas las unas a las otras, entre las cuales los hombres pululan en una ondulación sin pausa, carros que llegan y parten, un vociferar desacompasado. El tráfico que se practica en Vigàta, en la carga y descarga de azufre, debe replantearse para hacerlo más acorde con la dignidad del hombre: lo que allí realizan los hombres de mar, los estibadores, no puedo dejar de llamarlo una afrenta al sentimiento de solidaridad humana. Son viejos, jóvenes, incluso niños encorvados bajo el peso que llevan a sus espaldas. El primero se acerca a los alzadores de los que recibe la carga: arriba la primera canasta, la segunda, la tercera y así sucesivamente. Al primero sigue un segundo, al segundo un tercero, y así diez, veinte, cien, distribuidos a lo largo de la línea de carga, durante todo el día, como lanzaderas, de la balanza o del carro a la barca y viceversa, sin una queja, alentándose, empujándose, acaso bromeando».

No «acorde con la dignidad del hombre», pues. Y quien hacía algo indigno para el hombre a los ojos del barón Raccuglia no era hombre y nunca podría serlo: quizá porque el profesor Marullo había omitido decir que la canasta, es más, las dos o tres canastas que llevaba cada estibador, por el calor y el sudor hacía en el punto de apoyo entre el cuello y el hombro una llaga abierta en carne viva que chorreaba sangre con cada nueva carga.



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