La Cosecha de Samhein by Jose Antonio Cotrina

La Cosecha de Samhein by Jose Antonio Cotrina

autor:Jose Antonio Cotrina
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Fantastico
editor: eBook's Xibalba
publicado: 2013-06-17T16:00:00+00:00


Capítulo 10

La primera noche

Los cristales se apagaron de uno en uno. El primero en hacerlo fue el de Madeleine; luego el resto siguió su camino en el mismo orden en que los habían encendido. Pronto la oscuridad se hizo dueña y señora del torreón Margalar y era tan espesa que les costaba distinguir los rostros de los que estaban a su lado. Natalia y Ricardo intentaron encender de nuevo sus cristales, pero fue un derramamiento de sangre en vano: ni el más tenue resplandor surgió esta vez. Por lo que parecía, aquellos vidrios romboidales eran de un único uso. Alexander y Natalia se ofrecieron a ir a por más, pero Ricardo no se lo permitió, según dijo era demasiado arriesgado bajar por aquella retorcida escalera en la oscuridad.

Estaban tumbados formando un círculo sobre el caos de ropa que habían extendido en el suelo del último piso. En un armario de la planta baja habían encontrado varias mantas que se sumaron a aquel improvisado colchón comunal una vez Ricardo y Marco, bajo la atenta supervisión de Lizbeth, las hubieron sacudido bien en el patio.

En el exterior, los murciélagos llameantes seguían dibujando caracteres de fuego contra el cielo nocturno, pero su vuelo era ahora más errático si cabe, como si les costara trabajo mantenerse en el aire con las formidables rachas de viento que recorrían Rocavarancolia. La escasa luz que iluminaba el torreón procedía de los que se acercaban más a la fachada con sus frenéticos revoloteos. Uno de ellos había llegado al extremo de irrumpir a través de una tronera, provocando el consiguiente ataque de pánico de Adrián. El murciélago había salido al instante por otra ventana, pero eso no había impedido que el muchacho huyera aterrado de la habitación, dando gritos y sacudiendo los brazos desesperado. Ricardo fue tras él y tardó un tiempo considerable en traerlo de vuelta. Por una vez Alexander no recriminó a Adrián que hubiera roto su promesa de controlarse. Hector supuso que el pelirrojo había comprendido que Adrián tenía fobia al fuego. Y ése era un miedo que en nada tenía que ver con Rocavarancolia.

--Tengo hambre --murmuró Alexander--. Me muero de hambre. Me comeré al primero que se duerma, lo juro. Duérmete, gordito: corre, corre.

Alex estaba acostado con los brazos en cruz a la derecha de Hector, a su izquierda se encontraba Natalia, cubierta casi por entero por una manta negra. La chica había dejado su vara a mano, apoyada contra la pared, y había guardado el cuchillo en la camisa enrollada que le servía de almohada.

El estómago de Hector, haciéndose eco de las palabras de Alex, se quejó con un largo gruñido. Antes de acostarse habían dado buena cuenta de las últimas peras que les quedaban, pero eso no había bastado para quitarles el hambre. Estaba claro que iba a ser una larga noche.

De nuevo se oyeron aullidos en la lejanía, mezclados con el cada vez más frenético bramar del viento. Hector se estremeció bajo las mantas. La cabeza de Natalia, una sombra entre sombras, se giró hacia una tronera.



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