Un cuarto propio by Virginia Woolf

Un cuarto propio by Virginia Woolf

autor:Virginia Woolf [Woolf, Virginia]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Arte, Ciencias sociales, Crítica y teoría literaria
editor: ePubLibre
publicado: 1929-01-01T05:00:00+00:00


My lines decried, and my employment thought

An useless folly of presumptuous fault.[10]

La afición así censurada era, según parece, la muy inofensiva de vagar por los campos y soñar:

My hand delights to trace unusual things,

And deviates form the known and common way,

Nor will in fading silks compose,

Faintly the inimitable rose.[11]

Naturalmente, si esa era su costumbre y ese su placer, sólo podía esperar que se burlaran de ella; y por consiguiente dicen que la satirizaron «como un bas-bleu con un prurito de garabatear».

También se dijo que ofendió a Gay, riéndose de él. Dijo que sus Trivia demostraban «que era más apto para llevar una silla de mano que para ocuparla». Pero todo esto es «charla dudosa» y, dice Mr. Murray, «poco interesante». Yo no estoy de acuerdo, me gustaría haber tenido más charlas dudosas que me hubieran permitido sacar algo en limpio o imaginar algo de esta señora melancólica, que solía vagar por los campos pensando en cosas extraordinarias y que despreciaba tan atolondrada e indiscretamente, «la fastidiosa dirección de una casa servil». Pero se volvió insustancial, dice Mr. Murray. Su don se fue en vicio, entreverado en zarzas. No tuvo oportunidad de florecer, hermoso y distinguido como era. Y así, restituyéndola al estante, me volví a esa otra gran dama, la duquesa amada por Lamb, la atolondrada y fantástica Margarita de New Castle, mayor, pero aún su contemporánea. Eran muy diferentes, pero parecidas en ser nobles las dos y sin hijos, y ambas casadas con maridos excelentes. En ambas ardía igual pasión poética y estaban las dos desfiguradas y deformadas por las mismas causas. Abran la Duquesa, y se encuentra la misma expresión de ira, «Las mujeres viven como murciélagos o lechuzas, trabajan como bestias y mueren como gusanos…». Margarita también pudo haber sido poeta; en nuestra época toda esa actividad hubiera movido alguna rueda. Tal como era ¿qué cosa era capaz de sujetar, domar o civilizar, para un empleo humano, esa inteligencia agreste, generosa e indisciplinada? Se volcó, sin ton ni son, en torrentes de rima y prosa, de poesía y filosofía, congelados en infolios y mamotretos que nadie lee. Le hubieran puesto un microscopio en la mano. Le hubieran enseñado a mirar los astros, y a razonar científicamente. Su mente se extravió a fuerza de independencia y de soledad. Nadie la controló. Nadie la enseñó. Los profesores la adulaban. En la Corte se reían de ella. Sir Egerton Brydges se quejó de su vulgaridad «proviniendo de una hembra de alto linaje educada en la Corte». Acabó por enclaustrarse en Welbeck.

¡Qué visión de tumulto y de soledad, trae el recuerdo de Margarita Cavendish! Como si un pepino gigante se hubiera extendido sobre todas las rosas y los claveles en el jardín, y los hubiera muerto de asfixia. ¡Qué desperdicio, que la mujer que escribió «las mujeres más educadas son aquellas cuyas mentes son más corteses» hubiera malgastado su tiempo garabateando desatinos, hundiéndose cada vez más en la oscuridad y la locura, hasta que la gente se agolpaba alrededor de su



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