Todo Marlowe by Raymond Chandler

Todo Marlowe by Raymond Chandler

autor:Raymond Chandler [Chandler, Raymond]
La lengua: spa
Format: epub, azw3
Tags: Novela, Intriga, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1934-01-01T05:00:00+00:00


36

En Alhambra desayunamos y llenamos el depósito del coche. Enfilamos la carretera 70 y avanzamos, adelantando camiones, hacia la zona de pastos y colinas. Conducía yo. Degarmo iba sentado ceñudo en el rincón, con las manos metidas en los bolsillos.

Miré las gruesas filas de naranjos que pasaban junto a nosotros, raudas como los radios de una rueda. Oí el chirriar de los neumáticos sobre el asfalto y me sentí cansado, exhausto por la falta de sueño y el exceso de tantas emociones.

Al sur de San Dimas llegamos a ese tramo en que la carretera asciende una larga pendiente y vuelve a descender hacia Pomona. Allí termina el cinturón de niebla y comienza la región semidesértica donde el sol por la mañana es claro y seco como el jerez añejo, arde como un horno a mediodía y cae como un ladrillo al rojo al atardecer.

Degarmo se introdujo entre los dientes la punta de una cerilla y dijo casi burlón:

—Webber me machacó anoche. Me dijo que había hablado con usted y me contó todo lo que le dijo.

No contesté. Me miró y luego apartó la vista. Señaló hacia el exterior.

—No viviría en estas malditas tierras ni aunque me las regalasen. El aire está ya rancio antes de que amanezca.

—Llegaremos a Ontario enseguida. Tomaremos el Foothill Boulevard y durante ocho kilómetros verá los árboles de grevillo más bonitos del mundo.

—No sabría distinguir un árbol de ésos de un poste de teléfonos —dijo Degarmo.

Llegamos al centro de la ciudad, doblamos hacia el norte en Euclide y enfilamos la espléndida carretera. Degarmo miró los árboles con una mueca de desprecio. Al cabo de un rato me dijo:

—Era mi mujer la que encontraron ahogada en ese lago. Desde que me enteré no ando bien de la cabeza. Lo veo todo rojo. Si pudiera ponerle la mano encima a ese Chess…

—Ya armó usted bastante lío dejándola salir impune del asesinato de la señora Almore.

Miré fijamente hacia el frente a través del cristal del parabrisas. Sabía que había vuelto la cabeza y que su mirada se había petrificado sobre mí. No sabía lo que hacían sus manos. Ni sabía qué expresión había en su rostro. Al cabo de un largo rato llegaron sus palabras. Llegaron a través de unos dientes apretados y de unos labios torcidos. Y rasparon un poco al salir.

—¿Está usted un poco loco, o qué?

—No —respondí—. Y tampoco lo está usted. Sabe mejor que nadie que Florence Almore no se levantó sola de la cama ni fue por su pie al garaje. Sabe que la llevaron. Sabe que por eso robó Talley el zapato, un zapato que nunca había pisado cemento. Usted sabía que Almore había puesto a su mujer una inyección en el brazo en el casino de Condy y que le había inyectado una dosis de morfina ni insuficiente ni excesiva. A él se le daba tan bien lo de inyectar en el brazo como a usted tratar a un pobre vagabundo que no tiene ni dinero ni un sitio donde dormir. Sabe



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