Tener y no tener by Ernest Hemingway

Tener y no tener by Ernest Hemingway

autor:Ernest Hemingway [Hemingway, Ernest]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Intriga, Aventuras, Drama
publicado: 1936-12-31T23:00:00+00:00


Capítulo VIII

En el muelle, Harry Morgan, guió el automóvil hasta donde estaba la lancha, vio que no había nadie por allí, levantó el asiento delantero, sacó el estuche aplastado y aceitoso y lo deslizó al sollado.

Después embarcó él, levantó la escotilla de los motores y dejó el fusil ametrallador donde no se viera. Abrió las válvulas de la gasolina y puso en marcha los dos motores. El de estribor funcionó suavemente después de un par de minutos, pero al de babor le fallaban el segundo cilindro y el cuarto. Vio que las bujías estaban rajadas y buscó otras, pero no encontró ninguna. «Tengo que encontrar bujías y poner gasolina», pensó.

Abajo, junto a los motores, abrió el estuche del fusil y le ajustó la culata, encontró dos trozos de correa de ventilador y cuatro tornillos y, dando unos cortes a las correas, las fijó debajo del sollado, a la izquierda de la escotilla y encima del motor de babor, para sujetar el fusil contra el techo. Quedaba muy bien y puso uno de los cargadores; los otros tres estaban en los bolsillos del estuche. Se arrodilló entre los dos motores y probó agarrar el fusil. No tenía que hacer más que dos movimientos. Primero, soltar la correa que abrazaba el cargador junto al cerrojo. Después, atraer hacia sí el fusil para librarlo de la otra correa. Lo hizo fácilmente con una mano. Movió la palanquita desde el semiautomático al automático y comprobó que quedaba en seguro. Luego lo volvió a dejar. Como no se le ocurría dónde poner los otros tres cargadores, empujó el estuche bajo uno de los tanques de gasolina, donde quedaba a su alcance con los extremos de los cargadores hacia su mano. «Si bajo después que estemos navegando puedo meter un par en el bolsillo», pensó. Era mejor no metérselos en aquel mismo momento porque algo podía echarlo todo a perder.

Se levantó. Era una hermosa tarde clara, agradable, no hacía frío y soplaba una ligera brisa norte. La marea iba bajando. Al borde del canal había dos pelícanos sentados en un pilote. Una lancha de pesca, pintada de verde oscuro, pasó hacia el mercado. Sentado a la caña iba un pescador negro. Por encima del agua, tersa con el viento en la misma dirección que la marea, azul grisácea al sol de la tarde. Harry miró a la isla arenosa formada cuando dragaron el canal donde se había descubierto una nidada de tiburones. Sobre la isla volaban una gaviotas blancas.

«Hermosa noche para la travesía», pensó Harry.

El andar alrededor de los motores le había hecho sudar. Se enderezó y se enjugó la cara con un pedazo de estopa.

En la cubierta estaba Albert.

—Oye, Harry, quisiera que me llevaras.

—¿Qué te pasa ahora? —le preguntó Harry.

—No nos van a dar trabajo más que tres días a la semana. Acabo de oírlo esta mañana. Tengo que hacer algo.

—Bueno —le contestó Harry. Lo había vuelto a pensar—. Bueno.

—Magnífico —dijo Albert—. Tenía miedo de ir a casa y verme con mi vieja. Al mediodía me ha echado una bronca terrible, como si fuera yo quien hubiera renunciado al trabajo.



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