Los cuatro jinetes del apocalipsis by Vicente Blasco Ibáñez

Los cuatro jinetes del apocalipsis by Vicente Blasco Ibáñez

autor:Vicente Blasco Ibáñez
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 2015-12-31T16:00:00+00:00


IV. JUNTO A LA GRUTA SAGRADA

Argensola tuvo una nueva ocupación más emocionante que la de señalar en el mapa el emplazamiento de los ejércitos.

—Me dedico ahora a seguir al taube —decía a los amigos—. Se presenta de cuatro a cinco, con la puntualidad de una persona correcta que acude a tomar el té.

Todas las tardes, a la hora mencionada, un aeroplano alemán volaba sobre París, arrojando bombas. Esta intimidación no producía terror: la gente aceptaba la visita como un espectáculo extraordinario e interesante. En vano los aviadores dejaban caer sobre la ciudad banderas alemanas con irónicos mensajes dando cuenta de los descalabros del ejército en retirada y de los fracasos de la ofensiva rusa. ¡Mentiras, todo mentiras! En vano lanzaban bombas, destrozando buhardillas y matando o hiriendo viejos, mujeres y niños. «Ah bandidos!» La muchedumbre amenazaba con el puño al mosquito maligno, apenas visible a dos mil metros de altura, y después de este desahogo lo seguía con los ojos de calle en calle o se inmovilizaba en las plazas para contemplar sus evoluciones.

Un espectador de los más puntuales era Argensola. A las cuatro estaba en la plaza de la Concordia, con la cara en alto y los ojos bien abiertos, al lado de otras gentes unidas a él por cordiales relaciones de compañerismo. Eran como los abonados a un mismo teatro, que en fuerza de verse acaban por ser amigos. «¿Vendrá?... ¿No vendrá hoy?» Las mujeres parecían las más vehementes. Algunas se presentaban arreboladas y jadeantes por el apresuramiento, temiendo haber llegado tarde al espectáculo... Un inmenso grito: «¡Ya viene!... ¡Allí está!» Miles de manos señalaban un punto vago en el horizonte. Se prolongaban los rostros con gemelos y catalejos; los vendedores populares ofrecían toda clase de artículos ópticos... Y durante una hora se desarrollaba el espectáculo apasionante de la cacería aérea, ruidosa e inútil. El insecto intentaba aproximarse a la torre de Eiffel, y de la base de ésta surgían estampidos, al mismo tiempo que sus diversas plataformas escupían el rasgueo feroz de las ametralladoras. Al virar sobre la ciudad, sonaban descargas de fusilería en los tejados y en el fondo de las calles. Todos tiraban: los vecinos que tenían un arma en su casa, soldados de guardia, los militares ingleses y belgas de paso en París. Sabían que sus disparos eran inútiles, pero tiraban por el gusto de hostilizar al enemigo aunque sólo fuese con la intención, esperando que la casualidad, en uno de sus caprichos, realizase un milagro. Pero el único milagro era que no se matasen los tiradores unos a otros con este fuego precipitado e infructuoso. Aun así, algunos transeúntes caían heridos por balas de ignorada procedencia.

Argensola iba de calle en calle siguiendo el revuelo del pájaro enemigo, queriendo adivinar dónde caían sus proyectiles, deseando ser de los primeros que llegasen frente a la casa bombardeada, enardecido por las descargas que contestaban desde abajo. ¡No disponer él de una carabina, como los ingleses vestidos de caqui o aquellos belgas con gorra de cuartel y una borla sobre la frente!.



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