Bellefleur by Joyce Carol Oates

Bellefleur by Joyce Carol Oates

autor:Joyce Carol Oates [Oates, Joyce Carol]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 1980-01-01T05:00:00+00:00


Enlaces desventurados

Cuando la nieve caía del cielo cavernoso en remolinos turbulentos, día tras día, y el sol salía endeble a media mañana, y el castillo —y el mundo mismo— quedaba atrapado en un hielo que nunca se derretiría, los niños dormían unos con otros, dos o tres en la misma cama, envueltos en varias capas de ropa, con calcetines de angora suaves y largos y hasta las rodillas; esos días había a todas horas tazas humeantes de chocolate caliente y dulces de merengue blando que, medio derretidos, se pegaban gloriosamente en el paladar; tardes de trineo y de largas horas de indolencia frente al fuego de la chimenea, escuchando historias. ¿Cuál es la maldición de la familia?, podía preguntar uno de los niños, no por primera vez. La respuesta podía variar, dependiendo de quién estuviese presente. No había ninguna maldición, eso no eran más que tonterías; o quizá la naturaleza de la maldición era tal (¿sería ésa la naturaleza de todas las maldiciones?) que aquellos que la sufren no pueden hablar de ella. Del mismo modo que, como le gustaba decir al tío Hiram mientras se acariciaba las puntas del bigote con tristeza (un bigote que olía mucho a cera), del mismo modo que las criaturas de la naturaleza llevan las marcas características, a veces maravillosamente únicas, de su especie y su sexo sin poder verlas: viven toda la vida sin verse a sí mismos.

Si el tío Hiram era taciturno y esquivo, otros —la abuela Cornelia, por ejemplo, y la tía Aveline y el primo Vernon y, a veces (cuando tenía el aliento dulzón del bourbon y el pobre pie deforme le dolía tanto que, acomodado como un sibarita frente a la enorme chimenea de piedra del salón, la segunda habitación más cálida de la mansión, se quitaba el zapato y se masajeaba el pie y lo acercaba al fuego con osadía) hasta el abuelo Noel— eran de una generosidad sorprendente con las palabras y, quizá alentados por las llamas altas y crepitantes de los troncos de abedul, propensos a contar historias laberínticas y perturbadoras que tal vez los niños no deberían escuchar, o que en todo caso nunca las habrían contado de día. Pero sólo si no había ningún otro adulto presente. Esto no se lo contéis a nadie, es un secreto «que no debe repetirse…», y así comenzaban los mejores relatos.

Todos parecían girar en torno a los «enlaces desventurados». (Ésta era la curiosa expresión que empleaban las mujeres mayores, seguramente heredada de sus madres y abuelas. Pero a Yolande le parecía sugerente. ¡Enlaces desventurados!… ¿Crees que cuando seamos mayores —le susurraba a Christabel entre risitas y escalofríos—, nos podrá ocurrir a nosotras?). Aun cuando los matrimonios de los Bellefleur eran en su mayoría excelentes y los cónyuges demostraban estar hechos el uno para el otro y nadie osaba cuestionar el amor que se profesaban, ni la sabiduría de los padres al consentir el matrimonio o, en muchos casos, acordarlo…, aun así…, aun así también había, de vez en cuando, si bien eran casos excepcionales, «enlaces desventurados».



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