Prosas selectas by José María Vargas Vilas

Prosas selectas by José María Vargas Vilas

autor:José María Vargas Vilas [José María Vargas Vila]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: F
editor: SAGA Egmont
publicado: 2021-02-27T00:00:00+00:00


Aquel día, cuando la vieja sirvienta que había encanecido al servicio de sus mayores, y tenía para él algo como de los privilegios de una madre, vino a despedirse, anunciándole que abandonaba la casa, y haciéndole con lágrimas en los ojos la relación de su deshonra que él se empeñaba, en no ver, sintió el estupor de las horas trágicas... y lloró desesperado y mudo;

sí, la antigua sierva se iba, porque no podía continuar viendo hecha una casa de vicio, la que ella había visto como templo de la vida austera;

le parecía que la sombra de sus amos se alzaba para acusarla de su silencio;

y había revelado todo, con la indignación ingenua de las almas sencillas;

y ella contó cómo allí los amantes se sucedían a los amantes, las citas a las citas; cómo desde el lecho conyugal hasta los bosques vecinos, nada escapaba a la mancilla del adulterio;

como aquel mismo día, y en ese mismo instante un amante era esperado, como siempre que Teodoro iba a la ciudad, y su honor era violado dentro los muros mismos de su casa;

no quiso oir más;

vió rojo, como de sangre y entrañas apuñaleadas;

sintió una de esas rebeliones que conmueven los sentimientos más fuertes;

uno de esos arrebatos que deciden de la vida de un hombre;

y el consejo de su Maestro, con un rumor de tempestad, le sonaba en los oídos: ¡Mátala! ¡Mátala!....

así, con la misma insistencia con que antes le había gritado: ¡Sedúcela! ¡Sedúcela! ¡Mátala! ¡Mátala! parecían gritarle sus padres desde el fondo de la tumba.

¡Mátala! parecía gritarle su hermano fugitivo y moribundo, por el beso de aquella Circe engañadora.

¡Mátala! parecían gritarle los amigos que propalaban su deshonra.

¡Mátala! le gritaba su derecho.

¡Mátala! le gritaba su honor.

¡Mátala! le decía el instinto de su propia conservación;

y ébrio de dolor, loco de ira, dejó la ciudad y se dirigió a su casa, con esa sed insaciable, que los maridos engañados tienen por ver su propia desgracia;

dejó su caballo en una venta cercana y entró a pie por potreros y dehesas;

la casa estaba solitaria;

el escaso servicio había ido al pueblo, por ser día de mercado.

Adela los había licenciado a todos;

con su revólver en la mano, pálido, al parecer sereno, Teodoro entró por las habitaciones del servicio;

¿qué secreto presentimiento, que espionaje, qué ruido lo denunció?

lo cierto es que al llegar a su despacho, que por ese lado comunicaba con la alcoba de su esposa, sintió un ruido en el patio, y vió un hombre que montaba apresuradamente a caballo y partía....

abrió la ventana y disparó sobre él;

¡uno! ¡dos!...

las balas sonaron en el empedrado, y el bruto herido partió con el jinete.

Teodoro entró al cuarto de Adela;

todo lo veía rojo como una comarca Erytrea.

Adela, que había sentido los disparos, se había arrebujado entre las sábanas, temblorosa, sintiendo llegar su última hora, como la avestruz esconde su cabeza bajo el ala, creyendo escapar así del tiro del cazador;

sus ropas yacían al pie del lecho, como la piel de una serpiente a la puerta de su cueva, y sobre la silla cercana,



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