París Berlín Nueva York by Wolfgang Hermann

París Berlín Nueva York by Wolfgang Hermann

autor:Wolfgang Hermann [Hermann, Wolfgang]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ficción moderna
ISBN: 9788418838408
editor: Editorial Periférica
publicado: 2022-06-15T00:00:00+00:00


* * *

La transformación nunca ha sido ajena a los niños. Éstos la viven, están dentro de ella, expuestos a sus terrores y a sus alegrías; y ella los espera a cada paso, con un ligero estremecimiento, como cuando corrías en pantalón corto por la hierba húmeda de rocío o cuando en verano, al caer la noche, con las mejillas ardiendo y las piernas cansadas, te comías la cena –pan untado de mantequilla con rabanitos rojos salados, y encima, cacao– en los escalones de la parte delantera de la casa, y enseguida te quedabas solo, pues a todos los compañeros de juego, uno tras otro, los iban llamando para que volvieran a sus casas. (Había un chaval del vecindario al que avisaban con un silbido furioso, señal a la que él siempre respondía al instante. Yo lo despreciaba un poquitín cada vez que obedecía como un perro.)

Nuestras bicicletas rodaban despacio calle abajo, una al lado de la otra, nos sentábamos de lado en el sillín, sobre el cuadro o en el transportín con las piernas retorcidas grotescamente. Y nos contábamos historias de miedo acerca de la «banda del cañaveral» o de la «casa de los jóvenes trabajadores», en donde a veces resonaba un grito, se hacía añicos una botella. Solíamos ver pasar por allí uno de los escarabajos grises de la policía y nos imaginábamos a saber qué cuentos terroríficos.

Una tarde de verano, una trompeta dorada resplandecía a la luz del sol de poniente. Había un hombre asomado a la ventana y tocaba despacio, con una lentitud infinita, una melodía romántica de éxito. Fue como si entre las feas casas de elementos prefabricados todo el espacio quedara inundado de una luz dorada que duró mientras sonó la trompeta. Yo estaba allí de pie, con el vello de los brazos y de las piernas erizado de felicidad, deseando que no acabara nunca aquella música.

Sobre el asfalto trazábamos con tiza unas líneas que delimitaban el terreno de juego y luego elegíamos los equipos. Los dos mayores, o los más fuertes, o los mejores lanzadores (siempre eran los mismos) llamaban con señas a sus favoritos, y, al final quedaban los dos torpones de siempre, avergonzados y tristes. Cada equipo quería endilgárselos al rival, pero acababan repartiéndoselos. No en vano serían los primeros en quedar eliminados. Tampoco servían para ser delegados: cada equipo debía tener un buen lanzador en el campo y un delegado, y el balón tenía que ir y venir lo más rápidamente posible entre ambos campos para que no les quedara tiempo a los otros para agruparse o para huir. Ese juego tenía el extraño nombre de völkerball o balón prisionero, y lo jugábamos durante todo el verano, atardecer tras atardecer. Era imposible quedarse en casa cenando cuando afuera resonaban los gritos de los niños y de las niñas jugando al balón prisionero. Te zampabas rápidamente la comida, salías a toda prisa con una rebanada enorme de pan con mantequilla, sólo exclamabas un «sí sí» cuando tu madre decía: «Pero ven a casa a tu hora».



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