Pacto de lealtad by Gonzalo Giner

Pacto de lealtad by Gonzalo Giner

autor:Gonzalo Giner [Giner, Gonzalo]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Drama, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2014-05-27T04:00:00+00:00


* * *

A eso de las tres de la madrugada del mismo día, en la garita de vigilancia del polvorín número tres y dentro del arsenal ubicado en el cuartel de Campamento, el soldado que llevaba tres guardias seguidas esa semana luchaba para no dejarse vencer por el sueño.

Cinco hombres, ajenos a esas instalaciones, observaban atentamente sus movimientos desde un lugar a resguardo. Habían neutralizado a otros tres vigilantes con un poco de cloroformo y un pañuelo sucio, el único que Mario, el Tuercas tenía a mano en ese momento, cuando otro de sus compañeros de escuadrilla destapó el botecito con el anestésico. Si conseguían reducir a ese último, solo les faltaría reventar el grueso candado que cerraba la puerta de acero del polvorín para hacerse con todos los explosivos que pudiesen cargar las dos mochilas que faltaban por llenar. Las otras tres iban hasta arriba de pistolas, robadas en otra zona del arsenal.

—Si nos pillan se nos va a caer el pelo —susurró el más timorato del grupo, un camarero afiliado a la FAI por obra de su mujer, una hembra con más arrojo que dos hombres juntos. Los demás lo riñeron hartos de él, pero resignados a tener que llevárselo a esas misiones, no fuera que tuvieran que enfrentarse con su esposa—. Tenemos cien pistolas, pero sin balas es como si no las tuviéramos… Ya me diréis cómo nos vamos a defender si empiezan a dispararnos…

—Si no te callas de una vez, juro que en cuanto tenga una de esas balas te la dedico a ti solito —intervino el jefecillo del grupo. Observó detenidamente la garita y contó los segundos que tardaba el vigía en golpear su cabeza con la pared cada vez que se dormía. Iba rebajando su tiempo poco a poco, hasta que en una de las ocasiones no volvió a enderezarse y la dejó apoyada. Aguantaron un poco más hasta comprobar que se trataba de algo definitivo—. Bueno, parece que por fin se ha dormido. —Se dirigió a Mario—. Ahora te toca a ti. Sube con el cloroformo, le das una buena dosis como para que no despierte en una semana, y cuando hayas terminado nos haces una señal. Tú quédate arriba vigilando mientras nosotros nos hacemos con la dinamita.

Mario aceptó la tarea, examinó la explanada que separaba su escondite de la garita, y al no ver a nadie se calzó un gorro negro de lana y corrió hasta la base de la torreta. Tomó las escaleras interiores y en menos de cinco segundos levantaba la trampilla del suelo y entraba con absoluto sigilo en su interior. El mozo roncaba de lo lindo. Destapó el frasco con el anestésico, empapó el pañuelo con una cuarta parte de él, y fue hacia el soldado. Contó hasta tres y se lo plantó entre la nariz y la boca, preparado para evitar su reacción. El hombre trató de zafarse, pero la sustancia actuó con rapidez y la fortaleza de Mario se lo impidió. Se asomó por un ventanuco en dirección a sus compañeros y levantó los dos pulgares.



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