Misery (Trad. Luis Murillo Fort) by Stephen King

Misery (Trad. Luis Murillo Fort) by Stephen King

autor:Stephen King [King, Stephen]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Terror
editor: ePubLibre
publicado: 1986-12-31T16:00:00+00:00


15

No volvió a verla hasta mediada la tarde. Había sido incapaz de escribir, después de su breve visita. Sus dos intentonas habían terminado igual, dejándolo correr. Un fracaso. Fue en la silla de ruedas hasta la cama; en el proceso de levantarse para apoyarse en el borde, le resbaló una mano y estuvo en un tris de caer al suelo. Adelantó la pierna izquierda, para mantener el equilibrio, y aunque la pierna soportó el peso e impidió la caída, el dolor fue atroz: como si le hubieran clavado en el hueso una docena de tornillos. Lanzó un grito, trató de agarrarse al cabezal y consiguió subirse a la cama sin novedad, la pierna izquierda arrastrando detrás como un palo que latiera de dolor.

Ahora aparecerá, pensó con escasa coherencia. Querrá comprobar si Sheldon se ha convertido en Luciano Pavarotti o si es que suena así.

Pero Annie no apareció, y el dolor en la pierna lastimada se le hacía insoportable. Poniéndose torpemente boca abajo, metió un brazo debajo del colchón y sacó una de las muestras de Novril. Tragó dos cápsulas, con saliva, y se quedó un rato medio dormido.

Al principio, cuando volvió en sí, pensó que aún estaba soñando. La imagen era tan surrealista como la de la noche en que ella se presentó con la barbacoa. Annie estaba sentada junto a la cama. Había dejado en la mesita de noche un vaso de agua con cápsulas de Novril dentro, y en la otra mano tenía una ratonera Victor. La ratonera, además, incluía inquilino, una rata grande de pelaje pardogrisáceo. La trampa le había partido el lomo. Sus patas traseras colgaban por los costados de la ratonera y de vez en cuando daban sacudidas. En los bigotes tenía gotas de sangre.

No era un sueño, no. Un día más en la Casa de la Risa de Annie Wilkes.

A ella el aliento le olía a cadáver putrefacto.

—Annie. —Se incorporó, mirándolas alternativamente, a la rata y a ella. Atardecía; el crepúsculo tenía una extraña tonalidad azul y fuera seguía lloviendo. Una cortina de agua se cernía sobre la ventana. Toda la casa gemía y crujía a merced de fuertes ráfagas de viento.

Si durante la mañana ella estaba mal por algún motivo, ahora estaba peor. Mucho peor. Paul se percató de que la estaba viendo desprovista de máscaras: esta era la Annie de verdad, la Annie interior. La carne de su cara, que al principio le había causado auténtico pavor por su solidez, ahora colgaba como una masa informe. Sus ojos eran dos canicas sin lustre. Se había vestido, pero llevaba la falda del revés. Tenía más verdugones en la piel, más salpicaduras de comida en la ropa. Al moverse, despedía tantos aromas diferentes que Paul perdió la cuenta. Casi un brazo entero de su jersey abierto estaba empapado de una sustancia medio seca, medio húmeda, que olía a salsa.

Sostuvo en alto la trampa para ratones.

—Cuando llueve, se meten en el sótano —dijo. La rata emitió un chillido débil y tiró un mordisco al aire. Sus ojos negros, infinitamente más vivaces que los de su captora, giraron en redondo—.



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