Los años extraordinarios by Rodrigo Cortés

Los años extraordinarios by Rodrigo Cortés

autor:Rodrigo Cortés
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 978-84-397-3885-5
editor: Penguin Random House Grupo Editorial España
publicado: 2021-04-23T11:56:06+00:00


18

Nueva York era en 1952 la misma ciudad que ahora. Igual de alta, igual de estrecha. Tan ruidosa. Me recordaba a Madrid, o a como yo me la imaginaba desde Espuria; no hablo de su forma, hablo de su manera.

A Nueva York se llegaba por el aire, por el agua estaba prohibido; un avión aterrizaba con gran riesgo en la isla de Ellis, a dos kilómetros de Manhattan y, si no acertaba, caía al mar (allí los frenos importaban). Una vez que los viajeros firmaban el libro de visitas —situado en un pedestal en el centro de una enorme nave de ladrillo—, tenían que arreglárselas solos para llegar a Manhattan: o nadaban o volaban. O se quedaban. Y punto.

Ya en los viejos tiempos, los inmigrantes acababan abandonados a su suerte después de someterse a espulgamiento; la mayoría se quedaba junto a la orilla contemplando la barrera de rascacielos del sur de Manhattan, tan cerca, tan lejos. Quienes no sabían volar, buscaban a quien supiera para subirse a su espalda. Quienes intentaban cruzar a nado, a veces lo lograban, a veces no, por los remolinos. Pronto se montó un servicio oficioso de transporte que la ciudad, oficialmente, no aprobaba, pero tampoco combatía: dos docenas de muchachos voladores, la mayoría italianos, que tomaban a los inmigrantes por las axilas y los dejaban en Battery Park por un dólar o dos.

Ahora todo era diferente.

Los gobiernos de Nueva York y Nueva Jersey —estado al que Ellis pertenecía— habían instalado ventiladores gigantes a ambos lados de la bahía, para crear corriente. Al apearse del avión, al viajero le bastaba con abrir los brazos para seguir volando. (Llevar abrigo ayudaba; también paraguas). Los que no sabían volar bien se dejaban caer en el parque, al otro extremo de la corriente, se sacudían la hierba con un par de palmetazos y buscaban la parada de taxis más cercana. Los que sabían, remontaban el Lower Side aprovechando el primer impulso y ya aterrizaban en el centro. Estaba prohibido descender en las azoteas de los edificios, o en las zonas concurridas. La mayoría aterrizaba en Central Park.

Justine, condescendiente en general con las leyes de la física, las desafiaba a gusto. Yo me mostraba más prudente.

Atamos a los baúles unos pañuelos grandes y bien tejidos; Justine me agarró de la mano. Con el primer golpe de aire, remontó el vuelo y me llevó consigo. Ni siquiera dio un salto.

Primero nos arrastró la corriente, el aire nos hinchaba las ropas y nos elevaba sobre la bahía sin esfuerzo. Empezaba a anochecer, el cielo se teñía de un azul eléctrico. Una tolvanera procedente del suelo nos hizo dar una pequeña vuelta en el aire, ¡aúpa!, de la que nos rehicimos como pudimos. Antes de darnos cuenta, sobrevolábamos Battery Park.

Justine nos sacó del reflujo con un tirón suave, esquivando por poco el ventilador de llegada (parapetado por una red metálica que evitaba los despedazamientos de los años treinta), y siguió volando por sus propios medios. Me sujetaba con firmeza. El equipaje, obediente, nos seguía de cerca.



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