Las islas de Poniente by Julio Alejandre

Las islas de Poniente by Julio Alejandre

autor:Julio Alejandre [Alejandre, Julio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2019-05-10T16:00:00+00:00


* * *

Se pasó el mes de febrero y se vino marzo. Mondéjar había enviado la Santa Bárbara a un segundo viaje de exploración, más al norte del archipiélago, mientras él se ocupaba de continuar la conquista de San Cristóbal. Cada vez necesitaba batallar menos, pues muchos tauriquíes habían aceptado rendir vasallaje a Su Católica Majestad a cambio de la protección del gobernador y la promesa de conquistar otras islas. Y si no había conseguido sujetarlos a todos era a causa del propio Gela, que había logrado refugiarse en el otro extremo de la isla para encabezar la resistencia de los que no se sometían a nuestro dominio.

Por lo demás, Santa María de Poniente iba poco a poco acomodándose a nuestra permanencia y tomando el aspecto de un lugar poblado y habitable. Las cuadras del diseño original iban dejando de ser espacios vacíos trazados a cordel y se llenaban de casas, galeras y bohíos donde se asentaban las familias y los soldados. Las parcelas se separaban unas de otras por cercos de estacas, en los corredores se colgaban tiestos con flores, en los espacios vacíos se sembraban arbolitos, se cultivaron pequeños huertos con las plantas naturales de aquella tierra y con semillas traídas del Perú, ajos, cebollas, patatas, chiles y, quien más, quien menos, criaba sus cerdos y gallinas en zahúrdas y cañizos.

Se instalaron también algunos talleres donde cada cual fabricaba lo que sabía y lo cambiaba o lo vendía por aquello que necesitaba. Y como la moneda era poca y los precios altos, muchos habían de contentarse con lo que tenían y adquirir solo lo imprescindible.

También las tormentas habíanse convertido en parte de la rutina cotidiana, pues todas las tardes caía una. Cerrábase el cielo de una color muy oscura, con mucho centellear de relámpagos y batir de truenos, levantábase el viento y cantaradas de agua caían de arriba ocultando el paisaje tras una tupida cortina que a todos nos obligaba a buscar refugio. Pese a estar bien trazadas, las calles sufrían muchos estropicios, pues la avenida de tanta agua las llenaba de hoyos, ramblas y regueras donde era fácil tener una mala caída o torcerse un tobillo. Después del diluvio, quedaba la tarde con chaparrones intermitente y las noches se presentaban frescas y, a veces, cuando la tormenta había descargado muy tarde, envueltas en nieblas.

Pequeñas noticias ponían sal al cada día de la colonia y material a los corrillos y mentideros, en especial los chismes, como el de la nueva separación de la Mulata y Diego Jara, quienes, tras la liberación del soldado, habíanse prodigado durante un tiempo ternezas y embelecos que terminaron por desvanecerse y ser suplidos por las riñas y reproches de otros tiempos. La Mulata le echaba en cara al hombre la afición que le tenía a las mujeres indígenas, y Diego Jara le censuraba la sequedad de su vientre por causa de las malas artes que en la mancebía había aprendido, y la llamaba machorra.

—Llévate cuanta mugre en esta casa has dejado, hideputa —dicen que le dijo la Mulata cuando, harta de él, arrastró su cofre hasta la puerta.



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