Las deudas del cuerpo by Elena Ferrante

Las deudas del cuerpo by Elena Ferrante

autor:Elena Ferrante [Ferrante, Elena]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Otros, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 2013-10-30T04:00:00+00:00


60

AY, sí, era hora de que me hiciera a un lado. Salí de la casa de los Galiani amargada, con la boca seca, sin haber encontrado el valor de decirle a la profesora que no tenía derecho a tratarme de ese modo. No se pronunció sobre mi libro, aunque lo tenía desde hacía tiempo y seguramente lo había leído o al menos hojeado. No me pidió que le dedicara el ejemplar que le había llevado expresamente y cuando yo, antes de marcharnos —por pura debilidad, por una necesidad mía de concluir aquella relación de un modo afectuoso—, me ofrecí de todos modos a dedicárselo, no dijo ni sí ni no, sonrió, siguió hablando con Lila. Además, no dijo nada de mis artículos, al contrario, antes los había citado únicamente para incluirlos en el juicio negativo a propósito de L’Unita, luego sacó las páginas de Lila y se puso a hablar con ella como si mi opinión sobre aquella materia no contara para nada, como si ya no estuviera en la habitación. Me hubiera gustado gritarle: Sí, es cierto, Lila tiene una gran inteligencia, inteligencia que siempre le reconocí, que amo, que ha influido en todo lo que he hecho; pero yo he cultivado la mía con gran esfuerzo y con éxito, me aprecian en todas partes, no soy una nulidad pretenciosa como tu hija. Pero me quedé callada, escuchando cómo hablaban de la fábrica, del trabajo y las reivindicaciones. En el rellano siguieron hablando entre ellas, hasta que la Galiani se despidió de mí distraídamente, en cambio, a Lila le dijo, tuteándola ya: Da señales de vida, y la abrazó. Me sentí humillada. Para colmo a Pasquale y a Nadia no se les volvió a ver el pelo, no tuve ocasión de rebatirles y me tragué también la rabia contra ellos: qué tenía de malo ayudar a una amiga, para hacerlo me había expuesto, cómo se habían permitido criticar mi actuación. Ahora, en las escaleras, en el vestíbulo, en la acera del corso Vittorio Emanuele, estábamos solo Lila y yo. Me sentí dispuesta a gritarle: De veras piensas que me avergüenzo de ti, cómo se te ocurre, por qué le diste la razón a esos dos, eres una ingrata, hice de todo para estar a tu lado, para serte útil, y tú me tratas así, estás realmente mal de la cabeza. En cuanto estuvimos en la calle, antes de que pudiera abrir la boca (por otra parte, ¿qué habría cambiado si lo hubiese hecho?), ella me cogió del brazo y se puso a defenderme y a despotricar contra la Galiani.

No encontré un solo resquicio para echarle en cara que hubiese tomado partido por Pasquale y Nadia y su excusa insensata de que no la quería en mi boda. Se comportó como si hubiese sido otra Lila la que decía aquellas cosas, una Lila de la que ni ella misma sabía nada y a la cual era inútil pedir explicaciones. Qué gentuza —empezó a decir y no paró hasta el metro



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