Las aventuras de Huckleberry Finn by Mark Twain

Las aventuras de Huckleberry Finn by Mark Twain

autor:Mark Twain
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Narrativa, Aventuras, Clásico
publicado: 1884-01-01T05:00:00+00:00


Capítulo 22

FUERON EN ENJAMBRE a casa de Sherburn, gritando y aullando como indios, y todo el mundo tenía que apartarse o echar a correr para que no los atropellaran y los pisotearan, y resultaba terrible verlo. Los niños iban corriendo delante de la multitud, gritando y tratando de apartarse, y en todas las ventanas del camino había mujeres que asomaban la cabeza y chicos negros en cada árbol y negros y negras adultos que miraban por encima de todas las vallas, y en cuanto llegaba la horda cerca de ellos, se apartaban y salían fuera de su alcance. Muchas de las mujeres y de las muchachas lloraban y gritaban, medio muertas del susto.

Llegaron frente a la valla de Sherburn, tan apretados que no cabía ni un alfiler y armando un ruido que no podía uno oír ni lo que pensaba. Era un patio pequeño de unos veinte pies. Alguien gritó: «¡Tirad la valla! ¡Tirad la valla!» Luego se oyó un ruido de maderas rotas, arrancadas y aplastadas y cayó la valla, y el primer grupo de la multitud empezó a entrar igual que una ola.

Justo entonces Sherburn aparece en el tejado del porchecito de la fachada, con una escopeta de dos cañones en la mano, y ahí se queda, tan tranquilo y calmado, sin decir ni palabra. Se terminó la escandalera y la ola de gente se echó atrás. Sherburn no dijo ni una palabra; se quedó allí, mirando hacia abajo. Aquel silencio daba nervios y miedo. Sherburn recorrió la multitud lentamente con la vista, y cuando tropezaba con los ojos de alguien éste intentaba aguantarle la mirada, pero no podía; bajaba los ojos, como si se le hubiera colado dentro. Y al cabo de un momento Sherburn como que se echó a reír, pero no con una risa agradable, sino con una de esas que le hace a uno sentir como si estuviera comiendo pan en el que se ha mezclado arena.

Y después va y dice, lento y despectivo:

—¡Mira que venir vosotros a linchar a nadie! Me da risa. ¡Mira que pensar vosotros que teníais el coraje de linchar a un hombre! Como sois tan valientes que os atrevéis a ponerles alquitrán y plumas a las pobres mujeres abandonadas y sin amigos que llegan aquí, os habéis creído que teníais redaños para poner las manos encima a un hombre. ¡Pero si un hombre está perfectamente a salvo en manos de diez mil de vuestra clase...! Siempre que sea de día y que no estéis detrás de él.

»¿Que si os conozco? Os conozco perfectamente. He nacido y me he criado en el Sur, y he vivido en el Norte; así que sé perfectamente cómo sois todos. Por término medio, unos cobardes. En el Norte dejáis que os pisotee el que quiera, pero luego volvéis a casa, a buscar un espíritu humilde que lo aguante. En el Sur un hombre, él solito, ha parado a una diligencia llena de hombres a la luz del día y les ha robado a todos.



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