La tabla de Flandes by Arturo Pérez-Reverte

La tabla de Flandes by Arturo Pérez-Reverte

autor:Arturo Pérez-Reverte [Pérez-Reverte, Arturo]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1990-01-01T05:00:00+00:00


—Eso es lo que imaginaba —confirmó la joven—. Niveles Uno y Cinco, ¿no es eso?

—Que suman seis. El Sexto nivel, que contiene todos los otros —el ajedrecista señaló el papel—. Le guste o no, usted ya está ahí dentro.

—Eso quiere decir… —Julia miraba a Muñoz con los ojos muy abiertos, como si ante sus pies se hubiese abierto un pozo sin fondo—. Significa que la persona que quizá asesinó a Álvaro, la misma que nos ha enviado esa tarjeta, está jugando una insensata partida de ajedrez… Una partida en la que no sólo yo, sino nosotros, todos nosotros, somos piezas… ¿Es cierto?

El jugador de ajedrez sostuvo su mirada sin responder, pero no había en su gesto pesadumbre alguna, sino más bien una especie de curiosidad expectante, como si de aquello pudieran extraerse apasionantes conclusiones que no le desagradaría observar.

—Celebro —y la difusa sonrisa volvió a instalarse en sus labios— que por fin se hayan dado ustedes cuenta.

Menchu se había maquillado al milímetro, vistiéndose con absoluta premeditación: falda corta, muy ceñida, y elegantísima chaqueta de piel negra sobre un pullover de color crema, que resaltaba su busto de una forma que Julia calificó en el acto de escandalosa. Tal vez previendo aquello, Julia había optado esa tarde por la informalidad: calzado sin tacón tipo mocasín, tejanos y una cazadora deportiva, de gamuza, con un pañuelo de seda en torno al cuello. Como habría comentado César, si las hubiese visto cuando aparcaban el Fiat de Julia frente a las oficinas de Claymore, podían pasar perfectamente por madre e hija.

El taconeo y el perfume de Menchu las precedieron hasta el despacho —maderas nobles en las paredes, enorme mesa de caoba, lámpara y sillones de diseño ultramoderno—, donde Paco Montegrifo se adelantó a besarles la mano, exhibiendo la perfecta dentadura que, como un destello resplandeciente en el bronceado de su rostro, utilizaba a modo de tarjeta de visita. Cuando tomaron asiento en butacas desde las que podía gozarse de una buena panorámica del valioso Vlaminck que presidía el despacho, el subastador fue a sentarse bajo el cuadro, al otro lado de la mesa, con el aire modesto de quien lamentaba de corazón no poder ofrecerles mejor vista. Un Rembrandt, por ejemplo, parecía decir la intensa mirada que le dirigió a Julia tras dejarla resbalar con indiferencia sobre las piernas aparatosamente cruzadas de Menchu. O tal vez un Leonardo.

Montegrifo entró en materia rápidamente, apenas una secretaria les hubo servido, en tazas de porcelana de la Compañía de Indias, café que Menchu endulzó con sacarina. Julia bebió el suyo solo, amargo y muy caliente, a breves sorbos. Cuando encendió un cigarrillo —el subastador acompañó su gesto con uno de atenta impotencia, inclinándose inútilmente hacia ella con su encendedor de oro en la mano desde la inmensa distancia del otro lado de la mesa—, el anfitrión ya había expuesto la situación en términos generales. Y en su fuero interno, Julia hubo de reconocer que, sin faltar a la más exquisita educación, Montegrifo no se había ido por las ramas.



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