La sangre de Dios by Nicholas Wilcox

La sangre de Dios by Nicholas Wilcox

autor:Nicholas Wilcox
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 2002-01-01T05:00:00+00:00


27

Al declinar el día, en el vuelo de regreso a Sâo Paulo, Lola contemplaba el paisaje, pensativa. De pronto se volvió y trenzó su mano con la de Draco.

—¿Estás satisfecho?

Él asintió, serio. No lograba desentrañar el origen de aquella tristeza indefinible. Aníbal dos Mares, el responsable de la muerte del Coronel y de Joyce, estaba muerto. Klaus Benz, cuya implicación en el asunto era menos probable, pero tampoco se podía descartar, había muerto también. Lo que había venido a hacer en Brasil estaba hecho. No obstante, la venganza no remediaba su soledad. Quizá la acrecentaba. Ahora sólo veía un camino vacío que no llevaba a ninguna parte.

Lola le apretó la mano y reclinó su cabeza en el hombro de Draco. Quizá intuía lo que pasaba por su cabeza.

Jack y Ari los esperaban en el aeropuerto con el Mercedes. Dejaron a Draco en su hotel.

—Tengo que redactar el informe para la oficina de narcóticos —se disculpó Lola—. Te llamaré para la cena.

Draco, en su habitación, desplegó los grabados de Durero. Eran simples fotocopias enviadas por Internet. ¿Podía estar en ellos la clave? De otro modo, ¿por qué iba a guardar Benz en su caja fuerte unas simples reproducciones sin valor?

Draco salió a la avenida Liberdade, buscó una cabina telefónica y llamó a Perceval.

—Tengo unas reproducciones de Durero que estaban en cierta caja de seguridad, ¿pueden significar algo? Tienen arriba un largo número escrito a rotulador.

—Díctamelo.

Perceval tomó nota de los números.

—¿Vas a estar en el hotel?

—Hasta la hora de la cena, a las nueve, hora brasileña.

—Te llamaré mañana por la mañana.

Después de cenar, Lola despidió a Jacky a Ari, y cuando se quedó a solas con Draco, le cogió la mano. Bajaron en silencio, como dos enamorados, por la acera de la Rua da Consolaçâo y atravesaron la plaza de la República paseando bajo los copudos árboles.

—Mañana regresamos a Nueva York.

Draco comprendió.

—Llegó el momento del adiós.

Ella asintió.

En el portal de Ipiranga número 12 se dieron un breve beso de despedida.

—Adiós, entonces.

—Adiós.

Estaba buscando un taxi cuando Lola apareció nuevamente a su lado y lo tomó de la mano.

—Me voy contigo al hotel, si me lo permites —le dijo—. No quiero estar sola esta noche.

En el hotel se amaron lenta y apasionadamente por última vez. Después Lola encendió un cigarrillo. La brasa brillaba en la oscuridad. En el silencio perfecto percibía la sangre latiéndole en las sienes.

—Lo sabíamos desde el principio —dijo—. Sabíamos que este momento llegaría. Hemos sido buenos amigos.

—Sí.

—Pero no podré olvidarte.

—Tampoco yo a ti.

—Si alguna vez voy por Europa, te haré una visita.

—Eso está bien.

Cosas que se dicen por decir algo. Lola apagó el cigarrillo en el cenicero de la mesita, y se acurrucó en el pecho de Draco. Permanecieron despiertos, en silencio, durante horas, ella acariciándole levemente el pecho, hasta que se quedó dormida, ya de madrugada. Draco veló el sueño de la mujer. A veces le daba un beso en el pelo, sin despertarla.



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