La puja by Ralph Barby

La puja by Ralph Barby

autor:Ralph Barby
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Aventuras, Relato
publicado: 2015-10-03T22:00:00+00:00


CAPITULO VIII

Al dirigirse hacia el hotel, descubrió un calesín. Junto a él habían varios jinetes que parecían vaqueros de algún rancho poderoso.

Al detenerse a observar, vio a Miriam Corry que abandonaba el hotel. Cubría su cuerpo con una larga capa oscura provista de capucha, y al pasar junto a la lámpara, descubrió preocupación en su bello rostro.

Miriam se detuvo frente al carruaje. Era como si, instintivamente, se negara a subir. Uno de los hombres abrió la puerta del calesín y otro la cogió por el brazo, obligándola materialmente a subir.

Se dirigió a la caballeriza pública. Había recordado que tenía a su caballo dispuesto para salir de viaje en cualquier momento.

—No seguiré a una carreta, pero sí a un calesín...

Cuando salió del establo, el calesín ya había desaparecido, pero siguiendo las huellas de sus ruedas descubrió que había tomado el camino del sur. Hizo trotar a su montura en aquella dirección; tampoco quería darse prisa.

Gracias a la luz de la luna, los divisó a lo lejos. No los había perdido y les siguió en silencio.

El camino parecía largo, dos horas duró el viaje. El carruaje no se detuvo en parte alguna.

Al fin, rebasó la cerca, que rodeaba la casa madre de un gran rancho. Varios perros salieron a recibir al calesín.

A Bruce Nolan le preocuparon los perros. Buscó un escondite para su caballo que encontró entre dos peñas, a no mucha distancia de la casa. Después, se acercó a la casa rodeando el barracón de los vaqueros.

De pronto, le salió un perro por la derecha. Gruñía amenazadoramente. Bruce se agachó y lo llamó con cariño. El animal se resistió, pero al fin accedió a acercarse.

* * *

—Puede apearse, señorita Miriam —dijo aquel joven con ligera sorna.

Molesta, descendió del calesín.

Un largo zaguán ocupaba todo el frontal de la casa ranchera. La gran puerta, por la que hubiera podido entrar el carruaje, estaba abierta en su mitad y dos faroles pendían a derecha e izquierda de las respectivas jambas.

La casa parecía edificada sobre la base de una hacienda colonial española, tenia sabor y estaba bien cuidada. A Miriam Corry no le desagradó la casa, pero si la forma en que le habían exigido que fuera a ella.

Cuatro de los vaqueros quedaron afuera y los dos que habían ido a buscarla a su habitación del hotel, la acompañaron al interior de la vivienda.

Se hubiera podido decir que allí había más lujo que comodidad. El propietario gustaba de vivir con ostentación.

Uno de los jóvenes abrió la severa puerta y ante Miriam apareció un amplio despacho.

La única luz brotaba de una lámpara colocada sobre el escritorio, protegida con globo opal que impedía que la luz hiriera las pupilas. Tras ella había un hombre grueso, fornido, de escaso cabello y grueso bigote. Le faltaban tres dedos de su mano izquierda y sus pupilas resultaban intolerablemente inquisitivas y taladrantes,

—Bienvenida a mi casa, señorita Corry. Yo soy Hans Brown y estos son Howard y Walter, mis hijos,

Miriam permaneció en pie; no se mostraba muy cordial.

—Sí, eso me han dicho en el hotel, y también me han dicho que usted exigía hablar conmigo.



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