La corona del mar by Julio Alejandre

La corona del mar by Julio Alejandre

autor:Julio Alejandre [Alejandre, Julio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 2022-05-02T00:00:00+00:00


4

Los rama eran tan silenciosos que podían llegar al lado de un cristiano, quitarle el cuchillo y apuñalarlo sin que lo advirtiera. Cuando los hombres sesteaban bajo la arboleda, no era infrecuente que, al abrir los ojos, se encontraran con la sonrisa inquietante y los ojos impenetrables de alguno de ellos observándolos de cerca. Los más aprensivos afirmaban que los indios se relamían por anticipado pensando en el banquete que se darían con sus cuerpos, pero Ricard miraba a la tropa de corsarios armados hasta los dientes y se burlaba de sus miedos.

—Más bien deberían guardarse de que no los cacemos como a monos —se jactaba.

Un día, el mulato Silvestre y varios hombres se adentraron en la manigua en procura de fruta y pasaron junto al cadáver de un animal cubierto por un enjambre de moscas, avispas y otros bichos que se levantaron a su paso y formaron una nube abigarrada. Cuando intentaban sacudírselos de encima se percataron de que era un cadáver humano. La carne corrompida apestaba como el diablo, tenía las cuencas de los ojos vacías, el rostro desfigurado y la escasa piel que le restaba se veía negruzca y amorcillada, pero aun así pudieron reconocer en aquel amasijo putrefacto a uno de los asesinos de Goulet. Le faltaban las dos manos y una pierna entera, que había sido cortada a la altura de la ingle. A ninguno se le pasó por alto el significado de aquellos cortes, ni el destino final de los miembros cercenados.

A pesar de estar acostumbrados a convivir con la barbarie, el hallazgo impresionó a los corsarios. Ser devorados por indios con dientes de sierra les parecía la peor de las muertes. Desde entonces se redoblaron las precauciones en el campamento, y ya nadie se atrevió a quedarse en la playa después de anochecer. Tanto temor les habían cogido a los indios que ni siquiera intentaban buscar a sus mujeres para yacer con ellas.

La única que no los temía era Yabama, que le propuso a Gabriel que durmieran en la playa.

—La tendremos para nosotros solos —argumentó.

—¿Estás segura de que no acabaremos devorados?

—Los rama se recogen a la manigua durante la noche.

—¿Seguro? —insistió Gabriel, que no las tenía todas consigo. También a él le horrorizaba imaginarse cocido en un perol.

—El riesgo vale la pena —fue su inquietante respuesta.

Y realmente la valió. Con la playa para ellos solos, fabricaron un lecho de bejucos que colocaban cada noche en un lugar diferente, y hacían el amor con la delicia de siempre.

A Gabriel le encandilaba la intensidad con que la mestiza se entregaba, que en nada había disminuido desde el primer encuentro que habían tenido en La Habana. Su cuerpo albergaba una fuerza y una pasión que lo acababan agotando. Sus músculos se tensaban como el arco de una ballesta y sus piernas lo abarcaban con la fuerza de una mandíbula. Con cada movimiento y cada abrazo, con cada beso y mordisco, la pujanza de Yabama lo vencía y lo obligaba a ceder.

Después, le gustaba mantenerse despierto un



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