La comedia nueva by Leandro Fernández de Moratín

La comedia nueva by Leandro Fernández de Moratín

autor:Leandro Fernández de Moratín [Fernández de Moratín, Leandro]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Teatro, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1792-02-07T05:00:00+00:00


Escena II

DOÑA AGUSTINA, DOÑA MARIQUITA, DON SERAPIO, DON HERMÓGENES.

DOÑA MARIQUITA.—¡Qué inquietud! ¡Qué ir y venir! No para este hombre.

DOÑA AGUSTINA.—Todo se necesita, hija; y si no fuera por su buena diligencia y lo que él ha minado y revuelto, se hubiera quedado con su comedia escrita y su trabajo perdido.

DOÑA MARIQUITA.—¿Y quién sabe lo que sucederá todavía, hermana? Lo cierto es que yo estoy en brasas; porque, vaya, si la silban, yo no sé lo que será de mí.

DOÑA AGUSTINA.—Pero ¿por qué la han de silbar, ignorante? ¡Qué tonta eres y qué falta de comprensión!

DOÑA MARIQUITA.—Pues siempre me está usted diciendo eso. (Sale PIPÍ por la puerta del foro con platos, botellas, etc. Lo deja todo en el mostrador y vuelve a irse por la misma parte). Vaya, que algunas veces me… ¡Ay, don Hermógenes! No sabe usted qué ganas tengo de ver estas cosas concluidas y poderme ir a comer un pedazo de pan con quietud a mi casa, sin tener que sufrir tales sinrazones.

DON HERMÓGENES.—No el pedazo de pan, sino ese hermoso pedazo de cielo, me tiene a mí impaciente hasta que se verifique el suspirado consorcio.

DOÑA MARIQUITA.—¡Suspirado, sí, suspirado! Quién le creyera a usted.

DON HERMÓGENES.—Pues ¿quién ama tan de veras como yo? Cuando ni Píramo, ni Marco Antonio, ni los Tolomeos egipcios, ni todos los Seleucidas de Asiria sintieron jamás un amor comparable al mío.

DOÑA AGUSTINA.—¡Discreta hipérbole! Viva, viva. Respóndele, bruto.

DOÑA MARIQUITA.—¿Qué he de responder, señora, si no le he entendido una palabra?

DOÑA AGUSTINA.—¡Me desespera!

DOÑA MARIQUITA.—Pues digo bien. ¿Qué sé yo quiénes son esas gentes de quien está hablando? Mire usted, para decirme: Mariquita, yo estoy deseando que nos casemos; así que su hermano de usted coja esos cuartos, verá usted cómo todo se dispone, porque la quiero a usted mucho, y es usted muy guapa muchacha, y tiene usted unos ojos muy peregrinos, y… ¿qué sé yo? Así. Las cosas que dicen los hombres.

DOÑA AGUSTINA.—Sí, los hombres ignorantes, que no tienen crianza ni talento ni saben latín.

DOÑA MARIQUITA.—¡Pues, latín! Maldito sea su latín. Cuando le pregunto cualquiera friolera, casi siempre me responde en latín, y para decir que se quiere casar conmigo me cita tantos autores… Mire usted qué entenderán los autores de eso ni qué les importará a ellos que nosotros nos casemos o no.

DOÑA AGUSTINA.—¡Qué ignorancia! Vaya, don Hermógenes; lo que le he dicho a usted. Es menester que usted se dedique a instruirla y descortezarla, porque, la verdad, esa estupidez me avergüenza. Yo, bien sabe Dios que no he podido más; ya se ve: ocupada continuamente en ayudar a mi marido en sus obras, en corregírselas (como usted habrá visto muchas veces), en sugerirle ideas a fin de que salgan con la debida perfección, no he tenido tiempo para emprender su enseñanza. Por otra parte, es increíble lo que aquellas criaturas me molestan. El uno que llora, el otro que quiere mamar, el otro que rompió la taza, el otro que se cayó de la silla, me tienen continuamente afanada. Vaya; yo le he dicho mil veces; para las mujeres instruidas es un tormento la fecundidad.



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