La casa verde by Mario Vargas Llosa

La casa verde by Mario Vargas Llosa

autor:Mario Vargas Llosa [Vargas Llosa, Mario]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1965-01-01T05:00:00+00:00


II

Bajo la sombra curva de los plátanos, Bonifacia se enderezó y miró hacia el pueblo: hombres y mujeres cruzaban la plaza de Santa María de Nieva a la carrera, agitando las manos muy excitadas en dirección al embarcadero. Se inclinó de nuevo sobre los surcos rectilíneos pero, un momento después, volvió a empinarse: la gente fluía sin tregua, alborotada. Espió la cabaña de los Nieves; Lalita seguía canturreando en el interior, una serpentina de humo gris escapaba por entre las cañas del tabique, aún no aparecía en el horizonte la lancha del práctico. Bonifacia contorneó la cabaña, invadió los matorrales de la orilla y, el agua en los tobillos, avanzó hacia el pueblo. Las copas de los árboles se confundían con las nubes, los troncos con las lenguas ocres de las riberas. Había comenzado la creciente; el río arrastraba corrientes parásitas, de aguas más rubias o más morenas, y también arbustos, flores degolladas, líquenes y formas que podían ser pedruscos, caca o roedores muertos. Mirando a todos lados, despacio, cautelosamente como un rastreador recorrió un bosquecillo de juncos y, al vencer un recodo, divisó el embarcadero: la gente estaba inmóvil entre las estacas y las canoas y había una balsa detenida a unos metros del muelle flotante. El crepúsculo azulaba las itípak y los rostros de las aguarunas y había también hombres, los pantalones remangados hasta las rodillas, el torso desnudo. Podía ver el cordel que cedía o se estiraba con el vaivén de la balsa del recién llegado, el pilote de la proa y, muy nítida, la choza armada en la popa. Una bandada de garzas sobrevoló el bosquecillo y Bonifacia oyó, muy próximo, el batir de las alas, alzó la cabeza y vio los cuellos finos, albos, los cuerpos rosados alejándose. Entonces siguió avanzando, pero muy inclinada y ya no por la orilla sino internada en la maleza, arañándose los brazos, la cara y las piernas con los filos de las hojas, las espinas y las lianas ásperas, entre zumbidos, sintiendo viscosas caricias en los pies. Casi donde cesaba el bosque, a poca distancia de la gente aglomerada, se detuvo y se puso en cuclillas: la vegetación se cerró sobre ella y ahora podía verlo a través de una complicada geometría verde de rombos, cubos y ángulos inverosímiles. El viejo no se daba ninguna prisa; muy calmado iba y venía por la balsa, acomodando con minuciosa exactitud los cajones y la mercadería ante los espectadores que cuchicheaban y hacían gestos de impaciencia. El viejo entraba a la choza y volvía con un género, unos zapatos, una sarta de collares de chaquira y, serio, cuidadoso, maniático, los ordenaba sobre los cajones. Era muy delgado, cuando el viento hinchaba su camisa parecía un jorobado pero, de pronto, la pechera y la espalda se hundían casi hasta tocarse y revelaban su verdadera silueta, fina, angostísima. Llevaba un pantalón corto y Bonifacia veía sus piernas, flacas como sus brazos, su rostro de piel quemada y casi tinta, y la fantástica, sedosa cabellera blanca que ondulaba sobre sus hombros.



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