La casa imaginaria by Pilar Mateos

La casa imaginaria by Pilar Mateos

autor:Pilar Mateos [Mateos, Pilar]
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 0101-01-01T00:00:00+00:00


—¡Sirio!

Estaba allí, con la vida en sazón y los ojos acurrucados bajo un tapete de fieltro, el más inteligente de los cachorros, el amigo querido que había aliviado mis desconsuelos de infancia, multiplicando generosamente las alegrías.

—¡Está aquí, Valentina! ¡Está aquí!

Me abrazaba a él sin parar de reír, aspirando el rastro entrañable a insecticida y yerbabuena; los dos saltando, lamiéndonos, ladrando entre una humareda de polvo y telarañas.

—¡Es Sirio!

Y no me daba cuenta de que Valentina se había quedado fuera del círculo mágico donde nos habíamos reencontrado mi perro y yo.

—Estaba escondido en el cesto de los juguetes —le expliqué—. Me ha estropeado un dibujo y tenía miedo de que le regañara.

Pero allí, fuera del círculo mágico, la explicación que yo daba no resultaba tan convincente.

—No, Claudia —dijo Valentina.

Su actitud traslucía una firmeza desacostumbrada, porque acababa de hacerse dos años mayor y estaba aprendiendo a afrontar la realidad.

—Sirio se murió. Lo atropelló un coche a la salida del Retiro. Me lo has contado muchas veces.

Oí sus palabras a pesar mío. Me escocía la piel de las manos, húmedas de lametones y dentelladas blandas. Sentía el tacto cálido del pelo, la presión de sus patas en mi pecho, la mirada insobornable de Sirio escrutando cada uno de mis gestos.

—¿Pero no lo estás viendo? —le dije a Valentina.

Con movimientos rápidos, para no darle tiempo a que me estropeara la felicidad, rebusqué mi lámina en el desorden de los libros escolares. La alisé como pude a manotazos y fui corriendo a enseñársela.

—Me ha roto el dibujo, y se ha pasado la tarde escondido en el cesto para que no lo castigara.

Ella ignoró la lámina. Me puso las manos sobre los hombros y me zarandeó con la mirada.

—¿Cuándo, Claudia? ¿Cuándo ocurrió todo eso?

—Hace dos años —dije sin pensar.

Y me encontré de pronto a la intemperie. El círculo mágico que me rodeaba se había desvanecido y volvía a pisar el mismo suelo que Valentina, de tarimas largas y sedientas, en una buhardilla abigarrada, donde se producían hechos extraños que ni ella ni yo podíamos comprender.

—¿Dónde estamos?

Hablé en voz baja. La luz que caía entre las vigas trazaba senderos polvorientos en el aire y planeaba sobre el silencio. Sirio acudió mansamente a tumbarse a mis pies.

—En el pasado —respondió Valentina—, donde están los cuadros de mi padre y donde se quedó tu perro.

Ni por un instante lo puse en duda. Allí estaba ella, ajustándose a la muñeca un reloj prodigioso, olvidado algunos años antes en la geografía de otro continente. Allí estaban los cuadros invisibles, exhalando ese olor aceitoso a pintura reciente. Allí estaba Sirio, confiado y dichoso, bajo la caricia de mi mano.

—Me quedo —decidí.

Valentina se volvió a mirarme. Nunca he sabido el motivo por el cual sus ojos adquieren a veces tanta relevancia, como si aumentaran de tamaño según la ocasión.

—No puedes quedarte.

—¿Por qué no?

Abrió las manos. Debieron ocurrírsele multitud de ideas pero apenas acertó a expresar alguna.

—Tenemos mucho qué hacer.

Me senté en el suelo, apoyé la espalda contra las vigas y eché una ojeada alrededor.



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