El diamante de Moonfleet by John Meade Falkner

El diamante de Moonfleet by John Meade Falkner

autor:John Meade Falkner [Falkner, John Meade]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras
editor: ePubLibre
publicado: 1897-12-31T16:00:00+00:00


Algunos llegamos hasta los setenta años,

quizá alcancemos hasta los ochenta,

si las fuerzas nos acompañan.

Tantos años de vida, sin embargo,

solo traen pesadas cargas y calamidades:

pronto pasan, y con ellos pasamos nosotros.

Yo estuve a punto de caer,

y poco me faltó…

Y en este «poco me faltó» me interrumpí en seco. Se me aceleró el pulso, la sangre se me agolpó en el corazón y este empezó a brincar, enloquecido. Había oído un extraño ruido, similar a un gruñido de enojo, procedente del pasaje que llevaba hasta la cueva, como si alguien hubiera tropezado con una piedra suelta en la oscuridad. Por aquel entonces yo ignoraba lo que sé ahora. Cuando hay un ruido muy fuerte, ya sea el rumor de una cascada o el batir de las aspas de un molino, o, como en aquel momento, los violentos bufidos de una tormenta, y simultáneamente se produce un sonido distinto, aunque sea tan sutil como el leve trinar de un pájaro, este llega al oído humano con toda claridad por encima del estruendo general. Y eso es exactamente lo que sucedió aquella noche; capté el ruido de aquel pequeño tropezón pese a que en aquel momento la tormenta soplaba con una violencia inaudita. Me quedé sentado donde estaba, muy quieto y sin apenas osar respirar, concentrándome en lo que oía. La galerna cedió durante un instante; bastó para que escuchara unos pasos que avanzaban a tientas en la oscuridad. Iban bajando por el pasadizo, y era imposible que fueran los de Elzevir. En primer lugar, porque Poole estaba lejos y no le habría dado tiempo a regresar y, en segundo lugar, porque cuando llegaba silbaba siempre de una manera especial, una suerte de santo y seña para que yo supiera que quien llegaba era él.

Pero si no era Elzevir, ¿quién podría ser? Apagué la vela de un soplido, no quería que la luz delatara mi ubicación. Quizá el que llegaba fuera un desconocido con intención de dispararme en la oscuridad, o quizá, pensé también, se tratara de aquel temible diablo, el tenebroso estrangulador que por la noche asaltaba a los trabajadores de la cantera. Pero luego, ya pensándolo mejor, me di cuenta de que los pasos cautelosos no podían ser los del Mandrive; sin duda, él conocería perfectamente todos los caminos y pasajes de la cantera, y no andaría tropezándose en las tinieblas. Lo más probable es que fuera un soldado de la Milicia, alguien que habría intuido nuestro paradero y estaría llevando a cabo un reconocimiento por su cuenta, esperando pasar desapercibido en una noche tan ruidosa y desapacible.

Cuando Elzevir hacía incursiones en el exterior solía llevarse la pistola con culata de plata que había pertenecido a Maskew. A mí me dejaba la escopeta de caza, y ahora contábamos con una buena provisión de pólvora y perdigones que nos había hecho llegar Ratsey. Yo mantenía el arma siempre cargada, por si llegaba alguna visita indeseable. Era un consejo que me había dado el propio Elzevir, diciéndome que luego podía usarla, o no, de



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