Helena by Machado de Assis

Helena by Machado de Assis

autor:Machado de Assis [Machado de Assis]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1876-04-22T16:00:00+00:00


XVI

Helena leyó y releyó la carta. Luego, se quedó en silencio, mirando las hojas de la hiedra que trepaban por el lado de fuera del mirador y caían al fin en cascada hacia dentro. La carta había quedado abierta en las rodillas de la joven. Mendonça, a pocos pasos, la miraba sin atreverse a hablar.

Goethe escribió un día que la línea vertical es la ley de la inteligencia humana. Puede decirse también que la línea curva es la ley de la gracia femenina. Mendonça lo comprendió al contemplar el busto de Helena y la casta ondulación de los hombros y los senos, cubiertos por la gasa fina del vestido. La muchacha estaba un poco inclinada. Desde el lugar en que estaba, Mendonça veía el perfil correcto y pensativo, la curva blanda del brazo y la punta indiscreta y curiosa de los zapatitos de raso que la muchacha llevaba. La actitud convenía perfectamente con la belleza melancólica de Helena. El joven la miraba sin movimiento ni voz.

Expiraba la tarde. El verde del cerro frontero iba cobrando un tono ceniciento que precede al color cerrado de la noche. Cayó la propia noche, y un esclavo entró en la galería para encender las dos lámparas que colgaban del techo. La muchacha pareció despertar y le bastó volver un poco la cabeza para descubrir allí, a unos pasos, al amigo de Estácio.

—¡Ah! ¿Estabas ahí? —preguntó Helena, estremeciéndose.

—Doña Úrsula no ha regresado aún —respondió Mendonça, con timidez— y yo no quise interrumpir tu lectura.

—¿La lectura? La lectura hace mucho tiempo que acabó.

—Pero también se lee con el corazón.

Helena le lanzó una mirada suspicaz.

—No sé leer con el corazón —dijo ella, irguiéndose y saliendo del mirador.

Mendonça quedó aturdido. ¿Qué le había dicho él, que parecía tan ofendida? Repitió para sí sus palabras, y no encontró en ellas ningún sentido reprochable. El caso es que la había molestado. Y se quedó allí, desconcertado, odiándose, deseoso de explicárselo todo si es que había allí algo que precisara explicación. Tras unos momentos, decidió pasar también al interior de la casa.

Helena no estaba ni en el comedor ni en la sala de juego, pero encontró allí a doña Úrsula con el doctor Matos y el coronel-mayor. De allí pasó al salón de las visitas. Helena no lo vio entrar. Estaba hundida en un sillón con la cabeza entre las manos. Conmovido, Mendonça se detuvo unos instantes contemplándola. Luego se acercó a ella y le habló.

Helena alzó la cabeza.

—Perdóname si he dicho algo inconveniente, si he dicho algo que pueda haberte molestado. Confieso que no sé qué podría haber de malo en mis palabras. ¿Son ellas las causantes de tu tristeza?

La muchacha clavó en él la mirada, aún suspicaz, y no respondió de inmediato. Mendonça tomó la resolución más prudente, dadas las circunstancias: se inclinó y retrocedió para salir. Helena lo llamó. Él se acercó de nuevo, con un aire de tan dulce resignación que lisonjearía al más realzado orgullo. Helena le tendió la mano. Él la apretó entre las suyas,



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