Flores tardías y otros relatos by Antón P. Chéjov

Flores tardías y otros relatos by Antón P. Chéjov

autor:Antón P. Chéjov [Chéjov, Antón P.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Drama, Psicológico
editor: ePubLibre
publicado: 1881-12-31T23:00:00+00:00


II

De toda la legión de conocidos que en otros tiempos, hacía veinticinco o treinta y cinco años, habían bebido en esta casa, habían comido, habían venido disfrazados, se habían enamorado, se habían casado, habían aburrido a la concurrencia con sus charlas sobre sus maravillosas jaurías y sus caballos, ya solo vivía Iván Ivánich Braguin. En su momento había sido un hombre muy activo, parlanchín, vocinglero y enamoradizo, célebre por sus tendencias radicales y por la singular expresión de su rostro, que fascinaba no solo a las mujeres, sino también a los varones; ahora, no obstante, era ya muy mayor, estaba hinchado y a sus años no destacaba ni por sus inclinaciones ni por su expresión. Se presentó al día siguiente de recibir mi carta, por la tarde, justo cuando acababan de sacar el samovar al comedor y la menuda Maria Guerásimovna estaba cortando unas rodajas de limón.

—Me alegro mucho de verle, amigo mío —dije alegremente al recibirle—. ¡Ha engordado usted!

—No es que haya engordado, sino que estoy hinchado —replicó—. Me han picado las abejas.

Con la familiaridad propia de un hombre que se atreve a burlarse de su propia gordura, me cogió de la cintura con ambas manos y me puso en el pecho su blanda cabeza, de apreciable tamaño, con los cabellos peinados sobre la frente, al estilo ucraniano, y empezó a reírse con su fina risa de anciano.

—Pues ¡usted cada día está más joven! —dijo entre risas—. No sé qué tinte usará para el cabello y la barba, pero debería prestármelo. —Resoplando y ahogándose, me abrazó y me besó en la mejilla—. Debería decirme cuál es… —repitió—. Porque usted, querido mío, ¿pasa ya de los cuarenta?

—¡Huy, tengo ya cuarenta y seis! —dije, y me eché a reír.

Iván Ivánich desprendía un olor a vela de sebo y a humo de cocina, algo muy adecuado para él. Su enorme corpachón hinchado, abotargado, lo llevaba enfundado en una larga levita de talle alto que recordaba a un caftán de cochero, con corchetes y nudos en lugar de botones, y habría resultado extraño si hubiera olido, por ejemplo, a agua de colonia. Con aquella barbilla doble, grisácea, que no se había afeitado en una temporada y recordaba a un lampazo, aquellos ojos saltones, aquellos jadeos, y en general con aquella figura desgarbada, desaliñada, con aquella voz, aquella risa y aquella forma de hablar, costaba reconocer al apuesto e interesante pico de oro por cuya culpa en otros tiempos los maridos del distrito habían tenido celos de sus mujeres.

—Le necesito a usted sin falta, amigo mío —le dije cuando ya estábamos sentados en el comedor, tomando el té—. Quiero organizar algún tipo de ayuda para las víctimas de la hambruna, y no sé cómo se debe proceder. A lo mejor, si usted es tan amable, podría darme algunos consejos.

—Sí, sí, sí… —dijo Iván Ivánich, con un suspiro—. Claro, claro, claro…

—No le molestaría, pero la verdad es que, aparte de usted, queridísimo amigo, no tengo a nadie a quien acudir. Ya sabe usted cómo es la gente por aquí.



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