Flores de trinchera by Roberto Míguez

Flores de trinchera by Roberto Míguez

autor:Roberto Míguez
La lengua: spa
Format: epub
editor: Click Ediciones
publicado: 2021-05-21T06:11:25+00:00


CAPÍTULO 8. La Hacienda Álvarez

Aquel sábado 24 de mayo, festividad de María Auxiliadora, amaneció lluvioso, con esos cortos pero intensos chaparrones que todo lo anegaban, pero que no lograban combatir el calor. Ese día, al incorporarse a su campamento tras haber desembarcado por las escalinatas del barco a aquella isla húmeda, se dieron cuenta de que la falta de práctica y ese pegajoso calor que los envolvía mientras, agachados, intentaban empaparse de todo y aprender rápidamente lo que por falta de entrenamiento no sabían, les iba a suponer un esfuerzo enorme a esos dieciséis mil soldados enviados al oriente para apaciguarlo, para acallar aquel Grito de Baire que organizó José Martí. Provenían de los arrabales de las ciudades, aquellos arrabales tristes llenos de corralones y calles enfangadas o polvorientas según la época del año, y también del campo. A todos ellos los habían obligado a ir, abandonando a sus familias, ya que carecían del dinero necesario para pagar la multa. La gente pudiente, como siempre se había hecho, sí conseguía la exención. La mayoría de ellos nunca había usado un fusil, ni un machete, y ninguno de ellos sabía moverse por la selva ni, por supuesto, conocía Cuba.

Estos soldados se unieron a los miles que todos los años enviaba la metrópoli en ese sueño inexistente de conservar un imperio que hacía años no existía, utilizando a hombres que nada sabían de armas ni del Caribe para luchar contra los gigantescos molinos de viento que eran las ganas de independencia unidas a los dólares norteamericanos. Los primeros pasaron por Ciego a la semana siguiente, en dos largas filas, con sus viejos fusiles al hombro y mirando desconfiados a un lado y a otro. Bastaba mirarlos para darse cuenta de su desconcierto, de su miedo, de su profundo rencor y desgana, como si los llevaran a fusilarlos contra la tapia de un cementerio una brumosa madrugada de invierno.

Pablo, al ver a un grupo de ellos que se habían acercado a pedir agua, sin querer alejarse unos de otros ni del pelotón, contaba que una cosa era lo que le vendían el Gobierno y la prensa al pueblo español, que aún pretendía verse a sí mismo como una potencia colonial, como Inglaterra o Francia, y otra, la realidad, porque de ese contingente de soldados recién llegados, como tantos otros antes, a los que se quedaban en las zonas urbanas había que licenciar a las dos terceras partes, para que buscasen un trabajo con el que mantenerse, ya que el Gobierno carecía de recursos para pagarles, incluso para darles de comer. Estos soldados en la reserva, a la espera de ser llamados para algo puntual, en vez de ser instruidos militarmente, tenían que colocarse a trabajar en tiendas o en fábricas, incluso en labores del campo, recogiendo caña y mangos para alguna compañía norteamericana, donde los norteamericanos los miraban con incredulidad.

Gregorio, que trabajaba como administrativo cuando logró licenciarse, dijo que lo peor quedaba para el resto, porque estos, entre los que él se encontró,



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