En un biombo chino by William Somerset Maugham

En un biombo chino by William Somerset Maugham

autor:William Somerset Maugham [Maugham, William Somerset]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Viajes
editor: ePubLibre
publicado: 1922-01-01T00:00:00+00:00


32

Los Fanning

Vivían en una espléndida casa de planta rectangular, rodeada por una veranda que recorría sus cuatro costados, en la cima de un cerro bajo que miraba al río; abajo, algo a la derecha, se alzaba otra espléndida casa rectangular que era la aduana, a la cual, ya que Fanning era el adjunto del inspector, se encaminaba a diario. La ciudad estaba a unos siete u ocho kilómetros, y en la orilla del río tan solo había una aldea que había prosperado al proporcionar a las tripulaciones de los juncos el equipamiento o los alimentos que necesitaban en sus travesías. En la ciudad había algunos misioneros, pero rara vez los veían; los únicos extranjeros que había aparte de ellos en la aldea eran los inspectores de aduanas. Uno de ellos había sido un recio lobo de mar; el otro era italiano, y ambos tenían esposas chinas. Los Fanning los invitaban a comer por Navidad y con motivo del Aniversario de Su Majestad el Rey; por lo demás, mantenían con ellos una relación puramente oficial. Los vapores recalaban por espacio de media hora, de modo que nunca llegaban a ver a los capitanes, a los ingenieros en jefe, que eran los únicos blancos a bordo. Durante cinco meses al año, el agua era demasiado escasa para permitir el paso de los vapores. Por extraño que fuese, era entonces cuando veían a más extranjeros, pues con cierta frecuencia un viajero, un comerciante o un funcionario del consulado tal vez, más a menudo un misionero que remontaba el curso del río en un junco, recalaban para hacer noche, y el inspector bajaba entonces al río y lo invitaba a cenar. Vivían prácticamente aislados.

Fanning era un hombre sumamente calvo, bajo, robusto, con la nariz chata y un bigote muy negro. Era un tirano, agresivo, brusco de modales, abusón, y nunca se dirigía a un chino sin levantar el tono hasta el extremo de adoptar una voz de mando. Aunque hablaba el chino con fluidez, cuando uno de los criados hacía algo que le molestaba lo vilipendiaba abiertamente en inglés. Causaba una impresión desagradable, al menos mientras uno no descubriese que su agresividad era tan solo una armadura tras la cual disimulaba una dolorida timidez. Su talante era un triunfo de su voluntad sobre su disposición natural. Su aspereza de trato era en el fondo un intento casi absurdo por persuadir a quienes se relacionasen con él de que no les tenía ningún miedo. Se notaba que nadie se sorprendía tanto como él mismo cuando otro lo tomaba en serio. Era como una de esas figurillas grotescas que los niños hinchan como si fueran globos; daba la impresión de ser presa de un miedo acuciante de ir a reventar en cualquier momento, y de que los demás se percatasen de que no era más que una vejiga inflada de aire. Era su esposa la que se mantenía constantemente alerta para convencerlo de que era un hombre de acero. Terminado el exabrupto, le decía: «¿Sabes? Me das miedo cuando te da uno de esos arrebatos», o «Creo que deberías decirle algo al criado.



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