El manuscrito de fuego by Luis García Jambrina

El manuscrito de fuego by Luis García Jambrina

autor:Luis García Jambrina [García Jambrina, Luis]
La lengua: spa
Format: epub, mobi
Tags: Novela, Histórico, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2018-01-09T05:00:00+00:00


XI

(Salamanca, al día siguiente)

La librería o biblioteca del Estudio había cambiado de lugar desde la época en la que Rojas había sido estudiante. La nueva estaba situada en la parte alta del ala oeste del edificio, detrás de la Fachada Rica, sobre la entrada y las aulas de leyes, filosofía y medicina. Para acceder a ella, se había construido una sorprendente escalera en el claustro, cuyos relieves hablaban, en clave alegórica, del peregrinaje o camino ascendente que el hombre había de recorrer a lo largo de su vida hasta llegar al summum de la sabiduría y el conocimiento, de la perfección moral y del amor verdadero, que estaba arriba, justo donde se situaba la biblioteca, después de haber superado toda clase de vicios y debilidades, según le explicó Alonso. Y, entre las muchas figuras que allí aparecían, había un loco o bufón.

Tras el ascenso, siguieron por una galería de arcos de contracurvas, hasta llegar a la reja que protegía la puerta de acceso a la librería. Cuando entraron en ella, el estacionero se disponía a abandonar ya su puesto para ir a una taberna cercana, donde solía pasar una buena parte de su jornada de trabajo. La estacionería o apertura y guarda de la biblioteca estaba a cargo de un bedel. Según los estatutos, este debía abrirla al menos cuatro horas al día, dos por la mañana y dos por la tarde, desde San Lucas hasta Nuestra Señora de Septiembre. Pero lo cierto es que el estacionero casi nunca se encontraba en su sitio, a pesar de que cobraba un estipendio de veinte florines, aparte de su sueldo como bedel, por realizar tales tareas, así como las de quitarles el polvo a los libros una vez al mes y hacer el inventario una vez al año. El muy bribón alegaba que, si no estaba más en la librería, era porque no solía acudir nadie a ella.

Una de las razones de que los estudiantes apenas la visitaran era, precisamente, el propio bedel, pues su aspecto daba miedo. Andaba siempre encorvado y tenía la cara llena de verrugas y cicatrices, la nariz ancha, como si se la hubieran aplastado, la boca torcida y los ojos saltones. Su aliento despedía un olor nauseabundo y sus modales dejaban mucho que desear. Si, a pesar de ello, alguien tenía la osadía de entrar y permanecer en ella, al cabo de un rato el estacionero comenzaba a dar resoplidos y a cambiar los libros de sitio o a golpear la mesa o se sacaba la cera de los oídos con la punta de una pluma o se sonaba fuertemente la nariz, lo que impedía que los lectores pudieran concentrarse. El único estudiante que tenía el privilegio de acceder a su santuario cuando le viniera en gana era precisamente Alonso, pues, al igual que el Cancerbero, había nacido en Zamora, en el arrabal del río, cerca de la antigua judería, y era huérfano de padre y madre. El caso es que, con el tiempo, habían hecho buenas



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