El crimen del padre Amaro by José María Eça de Queirós

El crimen del padre Amaro by José María Eça de Queirós

autor:José María Eça de Queirós [Eça de Queirós, José María]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Psicológico
editor: ePubLibre
publicado: 1875-01-01T00:00:00+00:00


XV

El domingo siguiente había misa cantada en la catedral y la Sanjoaneira y Amélia atravesaron la plaza para buscar a doña Maria da Assunção, que en días de mercado y de «populacho» nunca salía sola, recelosa de que le robasen las joyas o le insultasen la castidad.

Aquella mañana la afluencia de gentes de las parroquias llenaba la plaza: los hombres, en grupos, obstruían la calle, muy serios, muy afeitados, con la chaqueta al hombro; las mujeres, en parejas, con grandes tesoros de cadenas y corazones de oro sobre los pechos oprimidos; en las tiendas, los dependientes se movían atropelladamente tras los mostradores abarrotados de lencería y de telas estampadas; en las rebosantes tabernas se parloteaba en voz alta; en el mercado, entre los sacos de harina, las pilas de loza, los cestos de pan de maíz, no cesaba el regateo; se apiñaban multitudes en torno a los tenderetes en los que brillaban espejitos redondos y se desparramaban los rosarios; las viejas pregonaban sus mercancías desde sus puestos, montados con cuatro palitroques; y los pobres, habituales de la ciudad, lloriqueaban Padrenuestros por las esquinas.

Las señoras iban a misa, todas vestidas con sedas, los semblantes circunspectos; y la arcada estaba llena de caballeros, tiesos en sus trajes de cachemira nueva, fumando caro, disfrutando el domingo.

Amélia fue muy observada: el hijo del recaudador, un atrevido, llegó a decir en voz alta desde un grupo: «¡Ay, que me lleva el corazón!». Y las dos señoras, apresurándose, doblaban hacia la Rua do Correio cuando se les apareció el Libaninho, de guantes negros y clavel en el pecho. No las había visto desde «el desacato del Largo de la Catedral» y rompió inmediatamente en exclamaciones. ¡Ay, hijas, qué disgusto! ¡El malvado del escribiente! Él había tenido tanto que hacer que hasta esa mañana no había podido ir a expresarle su pesar al señor párroco; el santito lo había recibido muy bien, estaba vistiéndose; él quiso verle el brazo y felizmente, alabado sea Dios, ni una marca… Y si ellas viesen, qué carne tan delicada, qué piel tan blanca… ¡una piel de arcángel!

—Pero ¿queréis que os cuente, hijas? Lo he encontrado muy afligido.

Las dos señoras se asustaron. ¿Por qué, Libaninho?

La criada, la Vicéncia, que se quejaba desde hacía unos días, se había ido de madrugada al hospital, con mucha fiebre…

—Y allí está el pobre santo sin criada, ¡sin nada! ¡Ya ven! Por hoy bien, que va a comer con nuestro canónigo (también he estado allí, ¡ay, qué santo!). Pero ¿y mañana? ¿Y después? Tiene en casa a la hermana de la Vicéncia, a la Dionísia… Pero, hijas, ¡la Dionísia! Es lo que yo le he dicho: la Dionísia puede ser una santa, ¡pero qué reputación…! Es que no la hay peor en Leiría… Una perdida que no pone los pies en la iglesia… ¡Estoy seguro de que hasta el señor chantre lo reprobaría!

Las dos señoras coincidieron entonces en que la Dionísia —mujer que no cumplía los preceptos, que había actuado en teatros de aficionados—, no convenía al señor párroco.



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