El buscador de oro by Jean-Marie Gustave Le Clézio

El buscador de oro by Jean-Marie Gustave Le Clézio

autor:Jean-Marie Gustave Le Clézio [Le Clézio, Jean-Marie Gustave]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Aventuras
editor: ePubLibre
publicado: 1985-01-01T00:00:00+00:00


Hace mucho tiempo que estoy en este valle. ¿Cuántos días, cuántas noches? Hubiera debido llevar un calendario, como Robinson Crusoe, haciendo muescas en un pedazo de madera. En este valle solitario me siento tan perdido como en la inmensidad del mar. Los días siguen a las noches, cada nueva jornada borra la que la ha precedido. Por eso tomo nota en los cuadernos comprados al chino de Port Mathurin, para que quede huella del tiempo que pasa.

¿Qué queda? Son gestos que se repiten mientras recorro cada día el fondo del valle, buscando puntos de orientación. Me levanto antes del amanecer para aprovechar las horas frescas. Al alba el valle es extraordinariamente hermoso. Con las primeras luces del día, los bloques de lava y los esquistos brillan de rocío. Los arbustos, los tamarindos y los vacoas están todavía oscuros, entumecidos por el frío de la noche. Apenas sopla viento y, más allá de la línea regular de los cocoteros, distingo el mar inmóvil, de un azul oscuro, sin reflejos, conteniendo sus rugidos. Es el instante que más me gusta, cuando todo está en suspenso, como esperando. Y el cielo siempre muy puro, vacío, por donde pasan las primeras aves marinas, las alcas, los cormoranes, las fragatas que cruzan la Ensenada de los Ingleses y se dirigen hacia los islotes, al norte.

Son los únicos seres vivos que veo aquí desde que llegué, salvo algunos cangrejos terrestres que excavan agujeros en las dunas del estuario, y las poblaciones de minúsculos cangrejos de mar que corren por el limo. Cuando los pájaros vuelven a pasar por encima del valle, sé que el día termina. Me parece que los conozco a todos, y que también ellos me conocen, ridícula hormiga negra que se arrastra por el fondo del valle.

Cada mañana reemprendo la exploración, con los planos establecidos la víspera. Voy de un hito a otro, midiendo el valle con la ayuda de mi teodolito, regreso luego trazando un arco cada vez más grande, para examinar cada arpente de terreno. Pronto el sol brilla, enciende sus chispas de luz en las rocas agudas, dibuja la sombra. Bajo el sol del mediodía, el valle cambia de aspecto. Es entonces un lugar muy duro, hostil, erizado de puntas y de espinas. El calor sube a causa de la reverberación del sol, a pesar de las ráfagas de viento. Siento en mi rostro el ardor de un horno y titubeo en el fondo del valle, con los ojos llenos de lágrimas.

Debo detenerme, esperar. Voy hasta el río para beber un poco de agua en la palma de mi mano. Me siento a la sombra de un tamarindo, con la espalda apoyada en las raíces descubiertas por las crecidas. Espero, sin moverme, sin pensar en nada, mientras el sol gira alrededor del árbol e inicia su caída hacia la negras colinas.

De vez en cuando, todavía creo ver aquellas sombras, aquellas siluetas fugitivas, en lo alto de las colinas. Camino por el lecho del río con los ojos ardientes. Pero las



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