Dos mujeres. Espatolino by Gertrudis Gómez de Avellaneda

Dos mujeres. Espatolino by Gertrudis Gómez de Avellaneda

autor:Gertrudis Gómez de Avellaneda [Gómez de Avellaneda, Gertrudis]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 1843-07-26T05:00:00+00:00


XIV

Cuando don Francisco había ido a visitar a la condesa aquel día salió de Madrid bastante temprano, pero no tanto que Carlos, advertido la noche anterior de su resolución. No hubiese podido prevenirla. Así pues, recibió la visita del anciano con la posible serenidad, algunos minutos después de haberla dejado Carlos, que se anticipó a su padre. La visita fue corta, y Catalina, que no esperaba a su amante hasta la proximidad de la noche, habíase encerrado en su aposento con su habitual tristeza.

Eran las cuatro de la tarde, poco más o menos, cuando oyó el ruido de un coche, y pensó que Carlos anticipaba su visita algunas horas, cosa muy natural atendida a su marcha que debía verificarse al siguiente día y que acaso la obligaría a dejarla aquella noche más temprano que lo hacía regularmente.

Llamó a uno de sus criados y dijo:

—Que entre.

Sin salir a recibirle como lo tenía de costumbre.

Su postración de espíritu se comunicaba a su cuerpo. Era aquél uno de sus más amargos días. La visita de don Francisco, la hipocresía a cuya observación se había visto precisada, la partida próxima de Carlos, su resolución de marchar en seguimiento suyo…, todo contribuía a tenerla aquel día más preocupada que nunca.

Una hora hacía que aquella criatura antes tan viva permanecía inmóvil, apoyada la cabeza en el mármol de una chimenea, menos blanca que su rostro, y no se movió ni aun al oír las pisadas que creía de su amante.

Elvira entró precipitadamente. Luisa, toda trémula y sobrecogida de contrarios sentimientos quedóse inmóvil al umbral de la puerta.

Catalina levantó lánguidamente los ojos, y al ver a Elvira una melancólica sonrisa acompañó al:

—¡Ah, eres tú! —que fue su única salutación.

—¡Yo soy, sí! —exclamó con su habitual indiscreción aumentada por el trastorno de su espíritu en aquel momento.

¡Catalina! Venimos a salvarte si aún es tiempo.

Y se arrojó llorando en sus brazos.

La condesa repitió las últimas palabras de su amiga, fijando los ojos con aire de sorpresa en la persona desconocida testigo mudo de aquella escena. Luisa bajó los suyos y el vivo carmín que el embarazo de su posición sacó súbitamente a su rostro, contrastaba con la profunda palidez de su rival.

La condesa tembló. No sabemos si conservaba en la memoria los rasgos del hermoso rostro que había visto en puntura, o si fue efecto de un instinto del corazón, pero lo cierto es que su repentina alteración reveló que sabía ya quién era la mujer que estaba en su presencia.

A no ser por las palabras que había pronunciado Elvira, aquella visita estuviera explicada por la de don Francisco, pero lo que acababa de oír Catalina a su amiga la hicieron presentir confusamente parte de la verdad.

Quiso ponerse en pie y no se lo permitió el temblor de sus rodillas, y haciendo con la mano un ademán para invitar a Luisa a que tomase asiento, articuló débilmente:

—Creo que tengo el honor de recibir…

—A la señora de Silva —dijo Elvira con apresuramiento—, a la mujer de Carlos, Catalina. ¡Todo lo



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